Brigitte se quedó boquiabierta ante aquella mujer.
Con cada uno de sus movimientos de gata mimosa se le
delineaba unas generosas curvas bajo el camisón de seda y trazaba una estela de
perfume almibarado. Sobre los hombros casi desnudos subían y bajaban mechones
ondulados como si bailasen un minueto. El ligero toque de carmín que le cubría
los carnosos labios sobresalía con arrogancia del hermoso rostro de porcelana.
Brigitte cobró consciencia de su burdo aspecto. Agachó la
cabeza avergonzada.
La mujer se colocó un brazo en la cintura y con el otro
señaló a la cocinera.
—¡So inútil! ¿Dónde mierda está Suzette? —le chilló—. ¡No os
enteráis! Cómo tengo que deciros que no quiero oír llorar a… —Dejó la frase sin
terminar y, perpleja, miró a la muchacha—. Y esta, ¿quién es? ¿Qué hace en mi
casa?
El deje tan vulgar, en un perfecto francés, desconcertó a
Brigitte.
Y si no hubiese sido tan joven o si hubiese poseído el don de la cocinera, se habría percatado de los amaños escondidos en el azul de los ojos de la mujer. Pero cayó en el error de juzgar que todo lo bello es bueno.
Y si no hubiese sido tan joven o si hubiese poseído el don de la cocinera, se habría percatado de los amaños escondidos en el azul de los ojos de la mujer. Pero cayó en el error de juzgar que todo lo bello es bueno.
—Disculpe, señora Schröder. La muchacha ha oído en el pueblo
que necesitamos otra criada —mintió la señora Girardon—. Es la segunda que se
acerca por aquí. Pero yo le estaba diciendo que no es cierto. Señora, le juro que
no sé quién habrá extendido ese rumor. Suzette y yo nos las apañamos muy bien.
No necesitamos a nadie más. —Se giró hacia Brigitte y le dijo con dureza—: Vete
y no vuelvas más por aquí.
Brigitte levantó la cabeza. La señora Schröder dio un paso
hacia atrás. Frunció el ceño. Algo en la joven pareció perturbarla.
—Quieta ahí. Tú te irás cuando yo te lo diga —le ordenó la
mujer a la joven—. ¿A qué has venido, niña? —le preguntó con un ligero temblor
en la barbilla—. Apestas a partisana asquerosa.
—¡No! Yo no… Yo solo quiero cuidar del bebé, de la pequeñita
—balbuceó Brigitte temblando de miedo.
Clementine arqueó las cejas.
—¡Embustera! —gritó la mujer a la vez que se abalanzaba sobre
ella y la agarraba con fuerza por la pechera—. Tú has venido a quitarme de en
medio, a ajustarme las cuentas. A mí no me engañas. Pero te voy a moler a palos
antes de que el major Schröder te
entregue a la Carlingue.
La joven intentó zafarse sin éxito. La mujer la abofeteó con
saña y comenzó a zarandearla.
—¡Por Dios, señora, suéltela, aún es una niña! —le imploró
la cocinera tratando de apartarla de la aterrorizada muchacha.
—¡Cierra el pico! No te metas si no quieres terminar en la
calle o en la cuneta.
Brigitte alargó una mano implorante hacia la señora Girardon.
Esta, con las suyas en la espalda, reculó hasta quedar fuera del alcance de la
joven.
Con la cara de la señora Schröder pegada a la suya, la
pequeña de los Fontaine se estremeció. Esos ojos encendidos… los había visto en
otro lugar, en otro momento. El fuego que ardía en las pupilas de esta fiera
era el mismo que el de Lilou Dubois; una antigua compañera de estudios de
Janine.
La última vez que Brigitte coincidió con ella fue en el
baile de las fiestas de Saint-Donatien, unos cinco años antes de la guerra.
Janine y Serge acababan de comprometerse. Lilou, delante de todos, culpó a Janine
del suicidio del señor Dubois, su padre; quien, según Lilou, fue incapaz de
soportar el oprobio de las calumnias que de él difundió Janine. Y la amenazó con
vengarse de ello. Brigitte, asustada, en aquel entonces acababa de cumplir diez
años, preguntó a Serge qué era eso tan terrible que Janine había hecho. Su
hermano le contestó que Lilou era una mentirosa, que el señor Dubois se lo
había buscado y que no le preguntara más porque eran cosas de mayores. Muchos
meses más tarde, escuchó comentar, no recordaba a quién, que Lilou se había
mudado a París y que trabajaba en un puesto del mercado de Pigalle vendiendo
flores.
—¡Lilou! —El nombre se le escapó de los labios como una
ligera voluta de humo.
—¡Ah! Ves, me conoces. Eres igual de mentirosa que la
rastrera de tu cuñada. —Dejó de zarandearla. Y añadió con una sonrisa
ponzoñosa—: ¡Qué pena! No me acordé de ti cuando denuncié a la parejita feliz y a tus padres.
El suelo de la cocina pareció abrirse como la boca de un enorme
monstruo que quisiera engullir a Brigitte. Las palabras se le enredaron en la
garganta.
—Usted. Fue usted..., Lilou Dubois —sollozó.
—No, no fue Lilou Dubois… Fue Lilou Schröder. —Se quedó unos
minutos en silencio. Parecía que algo comenzaba a preocuparle—. Si tú no lo
sabías… si no has venido a por mí… —Brigitte,
en un reflejo involuntario, levantó la vista hacia el techo. Lilou se fijó en
el gesto y exclamó—: ¡Has venido a por
la niña! —Furiosa, se giró hacia Clementine y le dijo—: ¡Maldita seas, vieja zorra!
¿De dónde sacaste a ese demonio de cría?
(Continuará).
Relato corto en cinco capítulos (uno cada día).
He modificado el número de capítulos (de seis a cinco, los dos últimos eran muy cortos y sé que vais a disfrutar más en uno solo).
Mañana, ¡último capítulo!
Relato corto en cinco capítulos (uno cada día).
He modificado el número de capítulos (de seis a cinco, los dos últimos eran muy cortos y sé que vais a disfrutar más en uno solo).
Mañana, ¡último capítulo!
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