TRINCHERAS DE CARMÍN - CAPÍTULO IV DE V



CAPÍTULO IV - ¿Quién eres?


Brigitte se quedó boquiabierta ante aquella mujer.
     Con cada uno de sus movimientos de gata mimosa se le delineaba unas generosas curvas bajo el camisón de seda y trazaba una estela de perfume almibarado. Sobre los hombros casi desnudos subían y bajaban mechones ondulados como si bailasen un minueto. El ligero toque de carmín que le cubría los carnosos labios sobresalía con arrogancia del hermoso rostro de porcelana.
Brigitte cobró consciencia de su burdo aspecto. Agachó la cabeza avergonzada.
     La mujer se colocó un brazo en la cintura y con el otro señaló a la cocinera.
     —¡So inútil! ¿Dónde mierda está Suzette? —le chilló—. ¡No os enteráis! Cómo tengo que deciros que no quiero oír llorar a… Dejó la frase sin terminar y, perpleja, miró a la muchacha—. Y esta, ¿quién es? ¿Qué hace en mi casa?
     El deje tan vulgar, en un perfecto francés, desconcertó a Brigitte.
     Y si no hubiese sido tan joven o si hubiese poseído el don de la cocinera, se habría percatado de los amaños escondidos en el azul de los ojos de la mujer. Pero cayó en el error de juzgar que todo lo bello es bueno.
     —Disculpe, señora Schröder. La muchacha ha oído en el pueblo que necesitamos otra criada —mintió la señora Girardon—. Es la segunda que se acerca por aquí. Pero yo le estaba diciendo que no es cierto. Señora, le juro que no sé quién habrá extendido ese rumor. Suzette y yo nos las apañamos muy bien. No necesitamos a nadie más. —Se giró hacia Brigitte y le dijo con dureza—: Vete y no vuelvas más por aquí.
     Brigitte levantó la cabeza. La señora Schröder dio un paso hacia atrás. Frunció el ceño. Algo en la joven pareció perturbarla.
     —Quieta ahí. Tú te irás cuando yo te lo diga —le ordenó la mujer a la joven—. ¿A qué has venido, niña? —le preguntó con un ligero temblor en la barbilla—. Apestas a partisana asquerosa.
     —¡No! Yo no… Yo solo quiero cuidar del bebé, de la pequeñita —balbuceó Brigitte temblando de miedo.
     Clementine arqueó las cejas.
     —¡Embustera! —gritó la mujer a la vez que se abalanzaba sobre ella y la agarraba con fuerza por la pechera—. Tú has venido a quitarme de en medio, a ajustarme las cuentas. A mí no me engañas. Pero te voy a moler a palos antes de que el major Schröder te entregue a la Carlingue.
     La joven intentó zafarse sin éxito. La mujer la abofeteó con saña y comenzó a zarandearla.
     —¡Por Dios, señora, suéltela, aún es una niña! —le imploró la cocinera tratando de apartarla de la aterrorizada muchacha.
     —¡Cierra el pico! No te metas si no quieres terminar en la calle o en la cuneta.
     Brigitte alargó una mano implorante hacia la señora Girardon. Esta, con las suyas en la espalda, reculó hasta quedar fuera del alcance de la joven.
     Con la cara de la señora Schröder pegada a la suya, la pequeña de los Fontaine se estremeció. Esos ojos encendidos… los había visto en otro lugar, en otro momento. El fuego que ardía en las pupilas de esta fiera era el mismo que el de Lilou Dubois; una antigua compañera de estudios de Janine.
     La última vez que Brigitte coincidió con ella fue en el baile de las fiestas de Saint-Donatien, unos cinco años antes de la guerra. Janine y Serge acababan de comprometerse. Lilou, delante de todos, culpó a Janine del suicidio del señor Dubois, su padre; quien, según Lilou, fue incapaz de soportar el oprobio de las calumnias que de él difundió Janine. Y la amenazó con vengarse de ello. Brigitte, asustada, en aquel entonces acababa de cumplir diez años, preguntó a Serge qué era eso tan terrible que Janine había hecho. Su hermano le contestó que Lilou era una mentirosa, que el señor Dubois se lo había buscado y que no le preguntara más porque eran cosas de mayores. Muchos meses más tarde, escuchó comentar, no recordaba a quién, que Lilou se había mudado a París y que trabajaba en un puesto del mercado de Pigalle vendiendo flores.
     —¡Lilou! —El nombre se le escapó de los labios como una ligera voluta de humo.
     —¡Ah! Ves, me conoces. Eres igual de mentirosa que la rastrera de tu cuñada. —Dejó de zarandearla. Y añadió con una sonrisa ponzoñosa—: ¡Qué pena! No me acordé de ti cuando denuncié a la  parejita feliz y a tus padres.
     El suelo de la cocina pareció abrirse como la boca de un enorme monstruo que quisiera engullir a Brigitte. Las palabras se le enredaron en la garganta.
     —Usted. Fue usted..., Lilou Dubois —sollozó.
     —No, no fue Lilou Dubois… Fue Lilou Schröder. —Se quedó unos minutos en silencio. Parecía que algo comenzaba a preocuparle—. Si tú no lo sabías… si no has venido a por mí… —Brigitte, en un reflejo involuntario, levantó la vista hacia el techo. Lilou se fijó en el gesto y exclamó—: ¡Has venido a por la niña! —Furiosa, se giró hacia Clementine y le dijo—: ¡Maldita seas, vieja zorra! ¿De dónde sacaste a ese demonio de cría?

(Continuará).
Relato corto en cinco capítulos (uno cada día).

He modificado el número de capítulos (de seis a cinco, los dos últimos eran muy cortos y sé que vais a disfrutar más en uno solo).
Mañana, ¡último capítulo!

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