Habían pasado muchos años desde que Cristina guardó la
pequeña flor entre las páginas del libro. No era una flor cualquiera ni tampoco
un libro elegido al azar.
Acarició la portada con su regordeta mano. Después, lo abrió
y tomó la rosa con cuidado para que no se desprendieran los resecos pétalos; la
observó durante unos segundos y se la llevó a la nariz como si quisiera aspirar
su olor, aun a sabiendas de que el paso del tiempo había devorado por completo cualquier
rastro de fragancia.
Sonrió pensativa y un atisbo de malicia se asomó a sus rasgados
ojos. Al fin y al cabo puede decirse que la había robado. La única vez en sus
veintinueve años que había hecho algo así.
Aquel lejano día, Cristina se encontraba en el patio del instituto,
sentada en el bordillo de la acera que conducía hasta el laboratorio de Química.
Estaba esperando que sonara el timbre que daba por finalizado el recreo. Sola,
como siempre. Entonces, por delante de ella pasó Jorge como una exhalación.
Ella lo notó azorado (a Cristina le parecía el chico más maravilloso desde la
primera vez que lo vio en preescolar; por eso no entendía que algunas chicas se
burlaran de él y lo apodaran “el Pringue”. Pudiera ser que le sobraran algunos
kilos, pero qué importancia tenía eso, a ella le sobraba un cromosoma y no
pasaba nada. La verdad es que sí pasaba pero Cristina prefería no pensar en
ello).
Jorge llevaba una flor en la mano, una rosa amarilla, y
Cristina vio, con tristeza, que se la entregaba a Marta, la chica más popular del
instituto por sus “grandes atributos”.
A Cristina le embargó una gran congoja. Ningún chico le había
regalado nunca una flor, ni una carta con corazones grandes y pequeños
dibujados con rotulador rojo, ni… nada. Se miró las piernas, los brazos, las
manos; se tocó la cara. Sí, eran diferentes a los de otras chicas. Aunque
similares a todos los que padecen síndrome de Down. Pero ella tenía un gran
corazón; “¿acaso no es eso lo que se necesita para amar y ser amado?”, se
preguntó.
Con asombro escuchó como Marta y sus amigas lo insultaban y se
mofaban de él. Acto y seguido, la muy bruja tiró la flor a la papelera y junto
con su corte de aduladoras se alejó de allí entre risas.
Cristina se levantó y caminó
hacia el abatido Jorge. Trató de consolarlo como su madre hacía con ella cuando la tristeza se le agarraba a
la garganta, pero el chico la empujó y le gritó palabras horribles antes de
dejarla allí plantada.
Mientras se secaba con la
palma de la mano las lágrimas que se le apelotonaban en las mejillas, fue hasta
la papelera y recogió la maltrecha rosa.
A partir de entonces, comenzó
a maquillarse en exceso, a vestir ropa demasiado estrecha, a querer parecerse…
mejor dicho, a no querer parecerse a ella misma.
Pasados unos meses, un
sábado por la noche, Cristina se encontraba recostada en la cama de su
dormitorio cuando su madre entró y le entregó un libro.
—Toma, léelo —le dijo.
—¿Qué es? —Cristina,
intrigada, leyó el título mientras
tomaba el libro— ¿“La Sirenita”? —Miró a su madre con enojo—. Ya no soy una
niña. Además, nunca me ha gustado este cuento y tú lo sabes; no termina bien.
Me gusta la película, que sí termina bien.
—Lo sé. Pero me gustaría que
volvieras a leerlo y que recordaras que la Sirenita se vendió… dejó de ser ella
misma para… para nada. Si quieres trocar tu “cola de sirena” por unas “piernas”
que te dolerán a cada paso y por las que pagarás un alto precio, porque así lo
deseas, adelante. Pero nunca por tan solo conquistar a quien no es capaz de
apreciarte tal como eres. No quiero que te conviertas, como la Sirenita, en
espuma de mar con licencia para redimirse.
Cristina, con la cabeza
gacha, se preguntó cómo era posible que su madre supiera todas las cosas que le
pasaban, aunque ella no le contara nada, pero no fuese capaz de comprender cómo
se sentía; tan difícil era que entendiese lo que sufría cada día por ser
diferente a los demás; ¿acaso ahora no servía la cantinela de “mi niña, solo
tienes que poner mayor empeño que los demás para conseguir lo que te propongas”?
Levantó la cara dispuesta a reprocharle todo eso, pero tropezó con los ojos
llenos de sincera preocupación, vacíos de falsa compasión de su madre.
Las dos se quedaron un rato
hablándose sin palabras.
Cuando su madre salió del cuarto,
Cristina tomó la rosa del pequeño jarrón y la metió entre las páginas del
libro.
Hoy, después de mucho,
mucho, mucho empeño (muchísimo más del que su madre pudiese imaginar) había
obtenido un título universitario, participado como actriz en una película (muy
aclamada por el público y la crítica pero de cuyo mensaje ya nadie se acordaba)
y el amor… el amor aún se le resistía, aunque quizás por poco tiempo; quién
sabe hasta dónde iba a llegar la amistad que mantenía con Miguel, uno de los
actores de la película. Pero si algo tenía muy claro, es que nunca vendería “su
voz” para obtener “unas piernas”. Ella, no.
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