Prólogo:
Me apetecía utilizar algunos tópicos de las historias de fantasía (de las que soy una enamorada), para contar cómo viví, a nivel académico, mi adolescencia en la España de la transición (no todos los jóvenes de entonces nos dedicamos a la música de la llamada "movida").
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En un tiempo tan lejano como para que el olvido
encarcele a los recuerdos, cuando la lluvia aún apagaba la sed de los campos de
centeno, cerca de la frontera del reino de Sin Nieves Perpetuas, surgió una
facción de intrépidos jóvenes apodados BUPianos. La primera avanzadilla arribó
después del hundimiento de las Tierras Mudas, donde el silencio mordió durante
cuarenta años las mentes de los pobladores. Y no fue nada fácil para aquellos
jóvenes transitar, entonces, entre los miles de sonidos que brotaron de las
entrañas del cielo y del infierno. Lo sé porque yo… fui uno de ellos.
Por fortuna, si es que ésta existe, durante
tres años, los preceptores de la Batalla Eterna disciplinaron nuestros cuerpos
y mentes para investirnos con la sabiduría que nos permitiría rastrear los esquivos
manantiales del agua de las siete verdades.
En
el segundo año de mi adiestramiento, espoleada por mi arrogancia, desobedecí el
cuarto precepto: osé pisar la sombra de mediodía del enorme árbol de los
instantes perdidos.
El
suelo no crujió, no sopló ningún viento repentino, ni se apagó la luz del sol.
Una hoja se balanceó suavemente en el aire desde la rama más alta hasta el ceniciento
suelo. Me agaché a recogerla.
Su tacto era suave y tierno. Desprendía un olor
dulzón. La guardé en mi talega. La cerré con una lazada e inmediatamente una
legión de tarkis (diminutas criaturas, casi imperceptibles a simple vista; pero
que con tan solo rozarlas sumergen a quien lo intente en el sueño de lo
imposible del que solo se puede ser rescatado por… ¡Basta ya de explicaciones!)
se posó sobre la lazada.
Allí
permanece la hoja desde entonces, custodiada por los tarkis. Pero yo sé,
gracias a que mi adiestramiento me permitió encontrar una gota del agua de las
siete verdades, que cuando piso aunque sea un grano de tierra de Imagifán, los
tarkis pierden sus poderes. Momento que aprovecho para abrir la talega. Sin
necesidad de sacar la hoja, su olor dulzón me rodea y me permite ver historias
de lugares y civilizaciones mucho más allá de mí.
Como siempre, no solo admiro tu imaginación desbordante sino que me dejas con ganas de más...
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras y sobre todo por leer estos recuerdos.
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