¡MÁS DIFÍCIL TODAVÍA! (Capítulo II y último)

CAPÍTULO II DE II


El gran Fabio Bellini, el domador, se acercó despacio, muy despacio hacia el tigre. Los demás enmudecieron.
—Tiekán, suelta a Wilburg —le dijo con voz suave pero firme.
El tigre miró al domador; después, al aterrado Wilburg; abrió la boca (todos contuvieron el aliento) y… le pegó un lengüetazo en la cara al trapecista antes de retirar sus “patazas” de la espalda de este.
 El Halcón de Minesotta cayó al suelo desmadejado. Y lo más sorprendente, sin un solo rasguño.
Un “oh” se escapó al unísono de las gargantas de los allí presentes.
—¡Mátalo, maldita sea, mátalo! —chilló Wilburg con las pocas fuerzas que consiguió reunir—. ¡Qué estás esperando! Todos, todos lo habéis visto. ¡Ha intentado devorarme!
Marcus, el payaso, se acercó a la puerta de la jaula y señaló la llave todavía dentro de la cerradura.
La mirada de todos saltó de la llave a Wilburg y de Wilburg a la llave.
Robert Hubblings le preguntó:
—Wilburg, ¿qué estabas haciendo? ¿Por qué estabas cerca de la jaula a estas horas? Conoces las reglas: nadie, nadie se acerca a los animales sin permiso de los cuidadores.
—Yo… yo no podía dormir, salí a dar una vuelta y vi la llave en la cerradura. Ese estúpido de Brandon debió olvidarlas ahí cuando limpió y yo… a mí me pareció una imprudencia y me acerqué, y entonces Tiekán me agarró —dijo Wilburg, tratando de recuperar la compostura.
—Imposible —dijo el gran Fabio Bellini—. Brandon se marchó ayer por la mañana, muy temprano, a Pasadena. Su madre se está muriendo.
—Y yo qué sé, habrá sido otro mozo —chilló Wilburg, atemorizado. No había previsto que ese patán de Brandon tuviera una madre, y menos, una madre moribunda. La buena suerte estaba abandonándolo.
—La jaula está sucia. Nadie la ha limpiado —dijo el payaso.
                —Solo Brandon, tú y yo conocemos el escondite de esa llave —dijo el gran Fabio Bellini. Él le confiaba todo a Wilburg; lo consideraba como un hermano—. ¿Te has vuelto loco? ¿Qué pretendías? ¿Pasearlo como a un perro? iNo se bromea con los tigres, aunque sea Tiekán! ¿Acaso has olvidado lo que sucedió cuando Jason (el anterior mozo que se ocupaba de los felinos) dejó abierta la puerta? Esa pobre niña… si no hubiera sido por ti habría muerto. —El domador se quedó repentinamente sin habla; parecía estar evocando sucesos del pasado. Sacudió la cabeza de un lado a otro, como si quisiera ahuyentar un mal pensamiento. Después, se quedó con la boca abierta unos segundos. Despacio y con voz débil, continuó diciendo—: fuiste tú, no fue Jason quien abrió la puerta. Él me juró sin parar que no había sido, pero no lo creí, ninguno lo creímos porque tú eras el héroe y él, el  chico con retraso que limpiaba las mierdas.
Los demás comenzaron a murmurar.
—Wilburg ¿es eso cierto? —preguntó Robert Hubblings.
—Es absurdo. ¡Arriesgué mi vida! —mintió. Ladeó la cabeza y comenzó a vislumbrar la posibilidad de enderezar su suerte—. Pero, admitid, que gracias al incidente, el circo se salvó de la ruina. Y hoy… estamos igual que entonces.
Comenzaron a mirarse unos a otros, asintiendo con la cabeza.
El Halcón de Minesotta sabía que nada tocaba más el corazón de la troupe que llenarle los bolsillos. Entonces, prosiguió:
—No he debido acusar a Brandon. Lo siento. Pero os juro que yo solo pretendía esconder a Tiekán en un cobertizo abandonado que encontré ayer el tiempo justo para que se diera la voz de alarma en la ciudad. Ya sabéis cómo funciona esto: el nombre del circo vuelve a la radio. El circo se llena.
—Y la gente se encierra en sus casas presa del pánico y nos maldice —dijo Fabio con los ojos llenos de ira.
—Sí, pero solo por una horas. Una vez la radio anuncie la “captura” del animal, pagará gustosamente la entrada para conocer a la temible “bestia” que merodeó por las calles y jardines de su ciudad; y poder decir: yo lo vi. Será una anécdota que se contará durante años. ¡La gente es así! —replicó Wilburg.
La mayoría se mostró partidaria del audaz plan. ¿Por qué no? Nada perderían por intentarlo. Incluso algunos, en voz baja, agradecieron que El Halcón siempre velara por el bien del circo. Esto no pasó desapercibido a Robert Hubblings.
De entre la troupe se abrió paso una cabellera pelirroja: Sweet Daisy, la amazona. A pesar de su corta estatura y cara de niña la dejaron pasar mostrándole respeto, casi reverencia. Hasta entonces había permanecido en silencio. Impasible.


—Sr. Hubblings, ese tigre es más manso que mi perrita Bisby —dijo Sweet Daisy.
El Halcón, tratando de ahogar el odio que le subía por la garganta, abrió la boca para responderle pero Fabio Bellini, sacando pecho, se le adelantó:
—No te dejes engañar por lo que has visto antes, Sweet Daisy. ¡Tiekán es un demonio cuando se ve libre de barrotes!
 La pelirroja no se inmutó.
 —Sr. Hubblings —prosiguió Sweet Daisy con templanza—, Tiekán es una mina de oro. Oro que yo sé cómo extraer. Sin necesidad de engañar al público. —La troupe la miró incrédula—. Meteré a mi yegua y al tigre en una gran jaula en la pista, y yo, claro. Le garantizo que los tres llenaremos las gradas no solo aquí, sino en cada ciudad del estado.
—¿Caballos y tigres juntos? ¡Eso es imposible! —gritó Fabio Bellini, ofendido por la osadía de la amazona.
Una algarabía de voces se levantó: unas a favor, otras en contra de Sweet Daisy.
Hubblings sonrió.
Le había disgustado enormemente que Wilburg tomara por su cuenta la decisión de “salvar” el circo sin consultarle el modo; que obrara sin su permiso; que lo ninguneara delante de todos; que los artistas y empleados consideraran a Wilburg más capaz que él para resolver los problemas.
Robert Hubblings levantó los brazos para acallar a la troupe y comenzó a hablarles con grandilocuencia:
—Todos los que convivimos bajo la carpa de este gran circo somos fabricantes de magia, ilusión, fantasía… Las habilidades que exhibimos asombran al público. Nos dejamos la piel en la pista para dejarlo con la boca abierta; para conducirlo a un reino donde no existen preocupaciones. Mi abuelo levantó todo esto sin artimañas, solo con talento. Yo, el nieto de Frank Hubblings, no puedo valerme de mentiras para llenar las gradas. Sería traicionarlo. —Permaneció en silencio durante unos segundos para estudiar el efecto de su discurso. Cuando vio brillar destellos de quijotismo en los ojos de la troupe comprendió que estaba a punto de lograr su objetivo. Así que apeló una vez más al corazón de los artistas—. Volveremos a lo que mejor sabemos hacer —entonces gritó con voz de director de pista—: “más difícil todavía”.
Un estallido de aplausos resonó por todo el campamento.
—Fabio, ¿algún problema con la idea de Sweet Daisy? —El domador negó con la cabeza— ¡Adelante con ello Sweet!
Wilburg se quedó quieto, helado. Había perdido.
Mientras los demás reían y se palmeaban la espalda, se acercó a Robert Hubblings y le dijo en voz baja:
—Eres un desagradecido, Robert Hubblings. Más te vale colocar mi nombre otra vez como cabeza de cartel o si no…
—¡O si no, qué! Willburg, Willburg Forrester, El Halcón de Minesotta —Hubblings le echó el brazo por encima de los hombros al trapecista y le habló al oído—: no te atrevas a amenazarme. A mí no me has cegado nunca como a estos —señaló a la troupe, ajena por completo a esta conversación—. He tolerado tus desmanes porque llenabas las arcas del circo pero eso, se acabó.
—Esto no termina aquí. Te vas a arrepentir. El circo de los hermanos Boundie me hizo una oferta la semana pasada. —Mintió el trapecista—. Voy a hundirte.
—Recoge tus cosas, vete. No quiero volver a verte —dijo Hubblings dándole la espalda.
Willburg Forrester se marchó profiriendo amenazas ante el estupor de los demás.
Robert Hubblings instó a todos a emprender las obligaciones diarias sin más distracciones.
Tiekán se quedó solo.
Dos horas más tarde, Sweet Daisy se paró delante de la jaula del tigre.
—Tiekán —dijo con voz aterciopelada. El animal movió las orejas—. Tengo por costumbre levantarme todos los días antes del alba. Me tonifica los músculos deambular por el campamento mientras los demás duermen. Hoy, cuando escuché las palabras “endiablada amazona pelirroja” susurradas por un hombre a un tigre en la oscuridad, presté mucha atención a todo lo que siguió después. —Tiekán agitó la cola unos segundos—. No sé qué prodigio o milagro te ha concedido un entendimiento y un corazón que no son propios de tu especie, tampoco de la humana… de la que me avergüenzo cada vez más. Pero te prometo que si tú y  Molly me ayudáis en el nuevo número, ahorraré para comprar unas tierras en Nebraska. Nos largaremos del circo y correremos libres por ellas.
Tiekán cerró los ojos y, por primera vez en muchos años, durmió plácidamente.


FIN

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