¡MÁS DIFÍCIL TODAVÍA! (Capítulo I de II)



CAPÍTULO I DE II

El helor del alba se coló entre los carromatos del circo; se paseó lentamente por el silencioso campamento.
La “troupe” dormía. Se merecía descansar después de la dura jornada de ayer: nada derrotaba más a los artistas que una función con las gradas casi desiertas.
Sin embargo, no era la primera vez que el Gran Circo Hubblings se enfrentaba al vacío. ¡Qué podría ser peor que lo sufrido diez años atrás, durante la Gran Depresión! Entonces, los Hubblings demostraron que siempre salen a flote.
Ahora tocará hacer algunos ajustes: un par de nuevos números de payasos, un salto más arriesgado en el trapecio, acrobacias casi imposibles a caballo, tigres más fieros… y seguro que el sol brillará nuevamente para todos.
Menos para Wilburg Forrester “El Halcón de Minesotta”, para él ni el frío ni la oscuridad se disiparán con la llegada del calor y la luz del sol.
Wilburg no había pegado ojo en toda la noche. Aún más, hacía casi una semana que no lograba conciliar el sueño. El insomnio lo castigaba tal y como le había sucedido en 1918 cuando debía sobrevolar suelo alemán en un Nieuport 28 junto a su escuadrón.
En aquel tiempo le bastaba con apuntar hacia el cielo el morro del avión para que todos los temores se esfumaran. Un poder inexplicable se adueñaba de él y lo transformaba en un piloto temerario y audaz, tanto, que cuando terminó la guerra regresó a los Estados Unidos convertido en un héroe. Pero los laureles de la gloria se secaron pronto, también sus bolsillos; y la corte de aduladores se esfumó. Por el contrario, el ansia de aplausos se quedó a vivir en el corazón de Wilburg para siempre.
Sin posibilidad de surcar de nuevo el cielo, encontró en los trapecios del circo el camino para volver a sentir el cosquilleo de mecerse en el aire.
Wilburg se levantó de la cama. Delante de él, sobre el respaldo de una silla, se desparramaban un pantalón y una camisa. Los agarró con rapidez  y le propinó una fuerte patada a la silla, que chocó contra el baúl donde guardaba las vistosas y llamativas mallas que lucía en el trapecio. Se vistió y salió de la caravana. El frío lo obligó a levantarse el cuello de la chaqueta y a arrebujarse en ella.
Pensativo, deambuló por el silencioso campamento con la esperanza de encontrar al fin una solución. Pero, nada. Ni una sola idea.
Pronto amanecería y el bullicio de los trajines de la mañana en el campamento le añadiría más desasosiego. Wilburg necesitaba calma para pensar; el tiempo se agotaba.
De repente, como una estrella fugaz, un nombre cruzó sus pensamientos: Tiekán.
“¡Cómo no se me ocurrió antes!”, exclamó para sí.
Los dos se habían incorporado al circo Hubblings casi a la vez.
Hacía tanto tiempo que no charlaba con él. Muy a su pesar, debía reconocer que hablar con Tiekán siempre le aclaraba las ideas. De hecho, como por arte de magia, un plan comenzó a abrirse camino en su cabeza en ese mismo instante.
Sí, era el momento de hacerle una visita a Tiekán.
Se acercó al carromato de colorines y exclamó en un susurro malicioso:
                —¡Hola, viejo amigo!
                Unos inmensos ojos brillaron a través de los barrotes. El colosal tigre se levantó y caminó de un lado a otro hasta que volvió a tumbarse al fondo de la jaula; lo más lejos posible de “El Halcón de Minesotta”.


                —¡Venga, no me dirás que aún me guardas rencor! Solo he venido a charlar un poco contigo. Como en los viejos tiempos. Además, tú tampoco puedes dormir, ¿verdad?
                Tiekán giró el cuello y reposó la cabeza sobre sus patas de tal modo que Wilburg quedara fuera de su vista.
                El Halcón tenía razón: hacía años que Tiekán apenas dormía y hacía años que además de tenerle rencor, no se fiaba de él.
                El tigre se unió al circo cuando era un cachorrillo. Poco después de arrancarlo del lado de su madre, muerta a balazos.
                Los circos pagaban bien por cualquier cachorro de felino: los adultos eran muy difíciles y peligrosos de amaestrar. Como consecuencia, los cazadores no dudaban en eliminar cualquier estorbo para conseguir sus pequeñas presas. Y como la mayoría de estas morían durante las largas travesías a los puertos de destino, no dudaban en cazar una cantidad desorbitada de crías.
                Tiekán apenas recordaba la jungla (quizás lo único que le quedaba eran los deseos de correr y correr sin parar) pero nunca había dejado de convivir con la angustia y el sufrimiento del día de su captura.
                — Vamos, Tiekán, amigo… acércate y escúchame. Voy a proponerte algo que te va a interesar —dijo Wilbug, en tono confidencial y artero.
                El tigre no se movió.
                —Está bien, tienes razón: te engañé y nunca te pedí perdón. Lo hago ahora: perdóname. —El Halcón agachó la cabeza teatralmente—. Pero debes reconocer —prosiguió levantándola con altanería— que mi estrategia funcionó. Desde aquel día dejaste de ser un “gato grande” para convertirte en “Tiekán, el tigre asesino” y yo volví a la cabecera de los periódicos y del cartel del circo como “el héroe que salvó a la dulce niña de las garras del temible tigre”—. Se agarró a los barrotes con ambas manos y continuó en voz más baja—: Pero gracias al paripé que nos montamos tú y yo, conseguimos que no quedase ni un asiento libre en todas las funciones durante más de un año. Todos contentos.
                El tigre levantó su enorme mole del suelo; se movió hasta la zona menos oscura de la jaula y se lamió las viejas heridas de las patas delanteras y de los lomos.
                —Vale, vaaale, rectifico: todos contentos, menos tú. Es verdad, yo me llevé la gloria y tú, los palos. Te engañé cuando te prometí que te devolverían a tu jungla. Pero tengo que señalar en mi defensa que te salvé la vida.
                Tiekán bostezó perezosamente.
El tigre no era el único al que Wilburg engañó, mintió o traicionó en el circo. Si alguien le hacía sombra en los trapecios pronto caía en desgracia, incluida su esposa. Justo es valorar la tremenda habilidad de “El Halcón de Minesotta” para enredar a sus víctimas de tal modo que muchas de ellas ni siquiera sospechaban que él fuese la causa de sus infortunios. Las pocas que averiguaban la verdad y se atrevían a inculparlo eran vistas por los demás como seres despreciables. ¡Cómo iba a maquinar tales atrocidades un héroe de guerra, un buen samaritano como El Halcón de Minesotta!
                —¿No me crees? —El hombre soltó los barrotes, se dio la vuelta y apoyó la espalda en ellos. Mientras tanto, Tiekán se arrastró sigilosamente unos pocos centímetros hacia Wilburg—. Ya es hora de que sepas que unos días antes de nuestro “teatro”, escuché a Fabio, el gran Fabio Bellini “el mejor domador de tigres” —dijo con voz engominada—, contarle a Robert Hubblings que te iba a eliminar del número. Decía que un cordero tenía más peligro y maldad que tú, y que temía que algún día, en plena función, le dieras un lengüetazo.
                El tigre emitió un gruñido casi inaudible.
                —Y, amigo mío, ya sabes lo que pasa aquí cuando no eres capaz de ganarte lo que comes… —Wilburg se giró para quedar otra vez frente al animal y se pasó la mano por el cuello como si se degollara.
                Tiekán se acercó un poco más.
                Comenzaron a oírse los primeros sonidos que anunciaban que pronto todo el campamento vibraría de frenética actividad.
                No le quedaba mucho tiempo, así que el trapecista decidió que bastaba ya de tanto palique. Era el momento de proponerle al tigre un nuevo trato.
                —Tienes otra vez el mismo problema: no participas en ningún número desde hace meses; lo de “tigre asesino” pasó a la historia. —Con el dedo índice, señaló la parte superior del carromato, hacia las descascarilladas letras en las que apenas se intuía el nombre del animal—. Me temo que no te estás ganando tu comida. —Se encogió de hombros al mismo tiempo que arqueaba las cejas.
                Tiekán volvió a bostezar y esta vez sus colmillos sobresalieron impresionantes en la semioscuridad.
—Sé que a estas alturas no te importa morir pero yo te voy a brindar la oportunidad de correr en libertad durante unas horas, quizás unos días o, quién sabe… semanas; pero esta vez seré sincero contigo: cuando te atrapen, te matarán. —El Halcón miró fijamente a los ojos del tigre y muy serio añadió—: correr y morir libre. Eso te ofrezco.
                El tigre movió las orejas y la cola, ligeramente.
                —Aaaah, truhan, veo que te interesa. ¡Lo deseas!
                Esta vez fue Tiekán el que miró fijamente a Wilburg.
                —Detrás de tu jaula, a unos doscientos pasos, hay un camino de tierra que conduce hasta un espeso bosque. Yo te abro la puerta, tú sales, yo espero a que estés lejos, tú corres, yo doy la voz de alarma.
                El tigre se removió inquieto.
                Algo faltaba y los dos lo sabían. Se conocían demasiado bien.
                El hombre carraspeó y continuó la charla:
                —Sweet Daisy, una endiablada amazona pelirroja, realiza acrobacias inigualables y nunca vistas mientras cabalga sobre su yegua Molly. Con este número pretende arrinconar el mío. ¡Puedes creerlo! He trabajado muy duro todos estos años. Merezco seguir siendo la estrella del circo Hubblings.
                Wilburg obvió mencionar que hacía meses que las manos le temblaban. Todavía nadie se había dado cuenta, pero solo era cuestión de tiempo, de poco tiempo, que se viera obligado a abandonar el trapecio.
                —Yo te libero, y a cambio, tú “acaricias” con tus garras las ancas de la yegua. ¡Vamos, compañero! no te pido que la mates. Solo que la dejes fuera de la función por unos cuantos meses. Es lo único que necesito: tiempo. Tiempo para convertirme en el más extraordinario hombre bala que jamás se haya visto en la pista de un circo. —Wilburg se calló y se miró las manos—. Tú eliges: mueres enjaulado o mueres libre.
                Tiekán se levantó del suelo con la solemnidad de un rey. Caminó hasta situarse en la puerta de la jaula.
                —¡Estupendo, viejo amigo! Sabía que podía contar contigo.
                El plan, aunque arriesgado, era como un salvavidas para El Halcón de Minesotta. Dio gracias a Dios y a los hados (que a él le daba lo mismo el uno que los otros) por su buena estrella. Tiekán era un regalo del cielo.
No perdería ni un segundo más.
Wilburg se agachó para coger la llave que Fabio, el domador, escondía en un hueco de los bajos del carromato. La metió en la cerradura y comenzó a girarla. Momento que Tiekán aprovechó para sacar las patas delanteras por los barrotes y aprisionar con ellas a Wilburg.
El hombre apenas podía respirar; la cara casi pegada a la del tigre. Sentía aumentar la presión de las garras del animal contra su espalda.
Tiekán lo miró fijamente; después, comenzó a encoger la nariz con lentitud.
—No, no, no… tú no puedes; tú nunca has… somos amigos —balbuceó Wilburg.
El tigre abrió la boca exhibiendo con poder los afilados dientes.
Un rugido espantoso sacudió el aire.
 De la copa de los árboles del bosque emergió una densa nube de pájaros que, agitados como en una coctelera, aleteaban y chillaban despavoridos. También los animales del circo, inquietos, se unieron a este coro disonante.
Las puertas de las caravanas se abrieron de golpe. En apenas unos minutos el personal de circo, alarmado, la mayoría en camisón y pijama, se agolpó delante de la jaula de Tiekán. Muchos de ellos se taparon el rostro.
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