CAPÍTULO III – La mansión Laforêt
Cuando el eco de los golpes se
apagó, Brigitte escuchó el ruido de unos pasos que se acercaban desde el otro
lado. Por el modo de deslizar los pies debían de pertenecer a la cocinera, la vieja
señora Clementine Girardon.
La puerta se abrió poco a poco. Por la creciente abertura se
disparó el olor de los postres y guisos invasores: strudel, frikadellen y sauerkraut. Ya no olía como en otros tiempos. Desde el armisticio, todo el pueblo
apestaba a Tercer Reich.
—Buenos días, señora Girardon —saludó la joven con fingido
entusiasmo.
—Buenos días —contestó la mujer en un tono avinagrado y
añadió—: Hoy no es el día de las limosnas. Solo los domingos. Fuera de aquí.
—¡Señora Girardon! Soy yo… Brigitte.
—¿Quién? —La cocinera colocó una mano a modo de visera y
entrecerró los ojos para evitar que el sol de la mañana la deslumbrara—. ¡Santo
Cielo, si es la pequeña de los Fontaine! Pasa, no te quedes ahí como un pasmarote
—le dijo tomándola de la mano con cariño.
La última vez que la joven había pisado el suelo de esa
cocina la acompañaba su padre. Hasta hacía
un año, los dos venían juntos todas las semanas para entregar las verduras y
frutas que la señora Laforêt les encargaba; siempre las mejores piezas, las más
frescas.
La muchacha revisó con la mirada toda la estancia a la vez
que se preguntaba cómo era posible que cada mueble, cada cacerola, cada
cucharón siguiera en el mismo sitio y, sin embargo, toda su vida se había
vuelto del revés.
—Siéntate. —La cocinera le indicó una silla junto a la mesa
y sacó un trozo de pan de la despensa. Cortó dos rebanadas y le sirvió un tazón
de leche—. Come.
Brigitte obedeció con gusto. Remojó el pan en el blanco líquido,
se lo llevó a la boca sin remilgos y se chupó los dedos.
La señora Girardon la contempló hasta que engulló la última
miga.
—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó retirándole el tazón
vacío—.Te hacía lejos. Después de la… —La mujer agachó la cabeza y carraspeó—.
En fin, pensé que te habías marchado con algún pariente de tu madre. ¿Ella era
de Limoges, verdad?
—Sí, señora Girardon —masculló la joven mientras se limpiaba
la boca con el dorso de la mano—. Pero no tengo noticias de ninguno de ellos. —La
cocinera encogió los hombros. Brigitte continuó—: El padre Delacroix me acogió en la parroquia de la Madeleine en
Nantes. —Mintió. No le confesaría que había sobrevivido todos estos meses a
base de ratería, engaños y… No quiso recordar lo demás—. Pero somos demasiados…
Necesito trabajar. —Miró a la señora Girardon con ojos implorantes—. Había
pensado que yo podría…
—¿Trabajar aquí?¡Estás loca! —exclamó la cocinera bajando el
tono de voz—. ¿Acaso no sabes que el señor Laforêt le ha cedido la mansión a un oficial de la Wehrmacht y a su familia? Esta
casa no es buena para ti. No, no es buena para una joven francesa.
—¿Y para usted? ¿Usted sí puede trabajar para los alemanes? —contestó
con impertinencia.
La anciana suspiró y dejó caer su orondo cuerpo sobre la silla
que estaba frente a la de Brigitte. Se alisó repetidas veces el cabello con las
manos y recompuso el moño que lo mantenía recogido, después, le respondió:
—He servido a tres generaciones de Laforêt. Yo era una niña
cuando mis padres me trajeron a esta casa para trabajar a cambio de comida y
techo. Jamás los volví a ver. Ahora soy vieja, y lo más parecido que tengo a
una familia es esta mesa y estas sillas. He perdido mi vida… mi inocencia entre
estas paredes. ¿A dónde voy a ir? —Se quedó un rato observando un punto
invisible más allá de Brigitte—. Al fin y al cabo, qué más da: franceses o
alemanes, los señores son señores, todos te tratan igual. ¿Crees que el abuelo
del señorito Pierre se compadeció de mí después de desvirgarme? —Abatida, continuó—:
Cuando eres joven, les perteneces. Y cuando eres vieja, te soportan hasta que
les resultes útil. Después, te dan una patada en el culo. Ya te digo. ¡Si lo
sabré yo!
«Pero yo, a diferencia de usted, permaneceré aquí muy poco
tiempo…», pensó la joven.
En uno de los dormitorios del piso superior resonó el agudo
llanto de un niño pequeño. Brigitte levantó angustiada la cabeza hacia el techo
y la anciana cocinera regresó del pasado.
—Yo podría atender al bebé. Por favor, señora Girardon —le
suplicó.
—Para eso ya tenemos a la cabeza hueca de Suzette. Ella y yo
somos más que suficientes.
—Pero la limpieza de esta casa enorme, la cocina y el bebé
son demasiadas tareas para una cocinera y una criada.
—No insistas. Aquí no hay sitio para ti.
—Por favor, hable con la señora alemana, pregúntele. —Le
insistió Brigitte agarrándole las manos.
La señora Girardon, irritada, se soltó con brusquedad. Se
disponía a replicarle cuando se asomó a la cocina una chica regordeta, de baja
estatura, ojos picantes y voz saltarina.
—¡Clementine, vieja sorda! Deprisa, dame la leche antes de
que la bruja se despierte —gritó, sin cohibirse ni extrañarse de la presencia de
Brigitte.
—¡Cállate, Suzette! Un día de te va a oír y entonces yo
también pagaré por tu imprudencia. —La cocinera le entregó el biberón y la
criada desapareció con la misma rapidez que había llegado.
Una nublada quietud, que presagiaba tormenta, cayó sobre la
cocina.
—Conmigo no tendría que preocuparse: yo no chismorreo ni en
voz alta ni en voz baja —dijo Brigitte como si disparase una escopeta.
—¿Qué pretendes, muchacha? No me tomes por una vieja lela. Yo…
yo soy capaz de leer las intenciones de la gente en los ojos. —A la cocinera se
le erizaron todos los vellos del cuerpo—. Y no me gusta lo que tienen escritos
los tuyos. Tú solo me vas a traer complicaciones. Quiero que te vayas de… —El repiqueteo
de unos tacones, cada vez más cercano, la interrumpió.
La anciana se
enderezó nerviosa.
—¡La señora! ¡Qué Dios nos asista! —farfulló la cocinera.
Y la señora entró en la cocina.
Y la señora entró en la cocina.
(Continuará).
Relato corto en cinco capítulos (uno cada día).
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