CAPITULO II. Detrás del Loira
El ruido cesó de repente.
Brigitte levantó la cabeza.
La patrulla se había detenido frente a una casa a cincuenta
metros del escondite de la joven.
Los soldados golpearon la puerta berreando órdenes que ella
no entendió. De inmediato, derribaron la puerta a patadas y subieron por las
escaleras con gran estruendo. Un instante más tarde, se oyeron los gritos de
una mujer, un disparo y el llanto de un niño.
Brigitte se tapó los oídos con las manos y comenzó a
temblar.
Sintió el cuerpo bañado en sudor. ¡Qué insensatez estaba
haciendo! En cuanto fuese seguro se daría media vuelta y volvería otra vez a… En
seguida acudió a su mente el tacto de las manos grasientas del viejo carnicero Bernard
Penaud estrujándole los pechos, las nalgas y hurgando hasta en las partes más íntimas
de su cuerpo; el aliento agrio mientras le babeaba en la oreja; todo a cambio
de dos huevos y un trozo de carne huesuda.
Unas náuseas terribles le subieron por la garganta. No, no
retrocedería.
Se levantó, corrió y corrió, atravesó las vías del tren y no
paró hasta que la ribera del Loira apareció ante ella.
Se acercó entre la espesa arboleda hasta la orilla. La
luna llena levantaba destellos brillantes en la superficie del río. Observó el
agua. Parecía discurrir hacia la desembocadura más deprisa que otros días; ansiosa,
como ella, por abandonar las tierras de la Francia de Vichy. Para el agua resultaba
fácil; solo tenía que dejarse llevar algunos kilómetros para fundirse con el
océano. Ella, para llegar a Vertou, que aún pertenecía a la zona ocupada por el
ejército alemán, tendría que enfrentarse al mayor obstáculo del recorrido: cruzar
el Loira. En barca, imposible; no había podido conseguir ninguna y ni tan
siquiera sabía remar. Por los puentes peatonales o que permitían la circulación
de vehículos, sin salvoconducto: una temeridad; los alemanes habían instalado
puestos de control en todos ellos.
La semana pasada había oído al borracho de Bouchu intentando
impresionar a Marie Poitrine con el cuento de que él era capaz de cruzar a la
otra orilla del Loira, sin documentación, por los puentes del ferrocarril de la
Vendée.
Puente del ferrocarril de la Vendée (Nantes) |
Brigitte pensó que no estaba exento de razón; era su única
esperanza. Los trenes circulaban por ellos sin horario determinado y con tanta
frecuencia, que los alemanes se habían visto forzados a montar el puesto de
control alejado de las vías.
El primer puente del ferrocarril de la Vendée saltaba sobre
el agua del brazo de la Madeleine, hasta tocar el suelo de la
isla de Nantes por su extremo más oriental; las vías continuaban hacia el
segundo, que franqueaba el otro brazo del Loira, el Permil, y tomaba
tierra en la isla de Forget; y un tercero alcanzaba la orilla sur del río.
Solo los borrachos,
los locos y los suicidas se atrevían a caminar por estos puentes. Si bien Brigitte
no había probado ni una sola gota de alcohol, la cordura la había abandonado y
la vida, esta vida, le sobraba.
La muchacha se deslizó por el suelo entre los matorrales hasta
aproximarse a los guardias alemanes. Esperaría a que el traqueteo de alguno de
los trenes distrajera a los soldados y apagara el ruido de sus pisadas.
Transcurrió algo más de una hora y los alemanes no bajaron
la guardia ni un solo segundo.
Las piernas de la joven comenzaron a entumecerse.
«Alt!, alt!», oyó
vociferar a los guardias un segundo antes de que se recortara ante su vista la
silueta de un hombre que se acercaba al puesto de control tambaleándose.
Brigitte se quedó atónita. «¡No puede ser!», exclamó para sí. Ante sus ojos, y lo que era peor,
ante los alemanes, el borracho de Bouchu zigzagueaba mientras empinaba una
botella. Se detuvo. «Pardon. A vo-o-o-tre santé, mes a-a-a-mis», farfulló levantando la mano
con la que sostenía la botella; después, se la llevó a la boca y la vació. Se
limpió con el puño el hilillo que le corría por la comisura de los labios. Mientras, los guardias se aproximaban cada vez más a él.
La
joven aprovechó la distracción para encaramarse al puente.
Bouchu
comenzó a cantar a pleno pulmón Le chant des partisans.
Una
ráfaga de ametralladora lo acalló para siempre.
Brigitte
no se paró, ni siquiera volvió la cara. Atravesó los puentes y las islas tan
deprisa como sus piernas le permitieron. Cuando puso los pies en la orilla sur
del Loira juró que en cuanto tuviera la oportunidad, brindaría por Bouchu.
Bendijo
su buena suerte a la vez que borraba deprisa el tímido pensamiento de que esa fortuna
se debía a la desgracia de otros.
Brigitte caminó despacio, arrastrando
los pies. Conocía la campiña de memoria, pero, con la única luz de la luna, debía
concentrarse para evitar desviarse por la vereda equivocada.
Las plantas de los pies le ardían.
En un punto del camino, desistió de sacudir la gravilla que
se le colaba por los agujeros de las suelas de los zapatos.
Por fin, al alba, divisó
las primeras casas de Vertou. Una fuerte exhalación, como de animal herido, se le escapó del pecho.
Nada más pisar el pueblo, buscó una fuente para lavarse la cara, los brazos, las piernas. Tenía que mantenerse despierta. Se recogió el largo cabello rubio en un par de trenzas. Bebió un trago de agua y el estómago protestó. Lo ignoró. Después de tanto esfuerzo no podía dejarse vencer por el cansancio. Faltaba tan poco.
El tañido de las campanas anunció el
nuevo día en el instante en que dobló la esquina de la iglesia que da nombre a
la plaza de Saint-Martin.
El lugar bullía de actividad a pesar de lo temprano de la
hora. Brigitte se sorprendió. Había olvidado que era miércoles: el día del
mercado ambulante en Vertou.
Los vendedores aún se afanaban por colocar las mercancías
bien a la vista. Por culpa de la maldita guerra, hortalizas y frutas, carnes y
pescados se desparramaban con tristeza sobre las tablas de los tenderetes. Por
el contrario, los sacos de harina, azúcar y café se escondían con malicia debajo,
tan debajo, que solo brotaban en el mercado negro.
Con tan solo un poco de pan duro en las tripas, le
flaquearon las piernas y se le nubló la vista. A punto de trastabillar, recostó
su espigado cuerpo en el tronco de uno de los olmos que sombreaban los puestos.
Rebuscó un trozo de queso rancio en el hatillo. Lo mordió con rabia. Añoraba
los guisos de su madre. Seguro que habría cocinado una delicia para toda la
familia incluso con un nabo y el pollo escuálido expuesto frente a ella.
Mientras recuperaba el aliento, observó las idas y venidas
de unos y otros. La visión de todo este trajín, indolente a la contienda, le escocía
como si le vertiesen sal sobre una herida: ¡Acaso habían olvidado que los
alemanes habían fusilado a cuarenta y ocho inocentes en Nantes! ¡Tan solo
habían transcurrido nueve meses! Y lo
que aún le retorcía más las entrañas: las autoridades francesas —sus
compatriotas— lo consintieron. ¡Y el mundo no se detuvo!
Seguía girando avaricioso.
Seguía girando avaricioso.
Debajo de la ramas del árbol, se vio a sí misma como una
niña, una niña estúpida e imprudente, y sola, sobre todo, muy sola. La osadía
inconsciente que la había llevado hasta Vertou acabó por esfumarse. El plan que
había fraguado tan meticulosamente después de su encuentro con sor Bernadette en
el Hospital de la Visitación, y que la mantenía agarrada a la vida, le pareció
un disparate.
Agitó la cabeza como si con ello pudiera espantar los
feroces temores que la mordisqueaban. Las menudas trenzas se deslizaron de las
horquillas y oscilaron por su espalda como el péndulo de un reloj. Habría
jurado en aquel instante que su madre estaba detrás de ella y que incluso le
había susurrado: «No te detengas, pequeña. Es la hora. Gira tú también».
Y la jovencita giró con lentitud sobre sí misma, una y otra
vez, con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Habría permanecido como una
peonza toda la eternidad si con los vaivenes no hubiese chocado contra un anciano.
El hombre se desequilibró y cayó al suelo.
Brigitte se detuvo al mismo tiempo que daba un ligero tumbo.
«¡Cuidado, jeunette!
», «¿Estás ciega?», «¡Fíjate lo que has hecho!», la increparon los que
trajinaban por allí mientras socorrían al
anciano.
La muchachita miró al viejo y a todos los que lo rodeaban con
desprecio. No le daba la gana de disculparse. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Acaso
alguien se apiadó de ella, más allá de una de semana, cuando la desgracia se abatió
sobre su familia?
Serge, el único hermano de Brigitte, y Janine, su esposa, fueron
acusados el verano anterior de colocar la bandera francesa en lo alto de una de
las torres de la catedral de Nantes; una gran patraña.
Si bien Brigitte admitía que Serge siempre fue bastante
temerario, no lo creía tan alocado como para cometer semejante estupidez; y
mucho menos, para implicar a Janine, embarazada de cinco meses.
Los padres de Brigitte trataron por todos los medios de
demostrar la inocencia de la joven pareja; se arrastraron ante los oficiales
alemanes; compraron voluntades entre la policía francesa. Todo fue inútil.
Dos semanas más tarde, también fueron arrestados.
La muchacha aún desconocía el porqué. Unos le
dijeron que por comunistas, otros, que por agredir a un soldado alemán; mentira
tras mentira.
Por desgracia, todo se complicó cuando cuatro meses después,
el 20 de octubre de 1941, el teniente coronel Karl Hotz —jefe de la Feldkommandantur— fue asesinado en las
calles de Nantes.
La noticia se extendió con rapidez por toda la ciudad y los pueblos colindantes. Cuando llegó a oídos de Brigitte, ni se inmutó. Bastantes preocupaciones la acosaban como para aplaudir a los asesinos o empatizar con el muerto. Claro que ignoraba que su verdadero calvario estaba a punto de iniciarse.
Fotografía de la película La Mer à l'aube |
La noticia se extendió con rapidez por toda la ciudad y los pueblos colindantes. Cuando llegó a oídos de Brigitte, ni se inmutó. Bastantes preocupaciones la acosaban como para aplaudir a los asesinos o empatizar con el muerto. Claro que ignoraba que su verdadero calvario estaba a punto de iniciarse.
Tres días más tarde, el 23 de octubre, Alain, el panadero de
la calle Ogée, veterano de la Gran Guerra que había luchado junto a su padre, le
mostró con pesadumbre una columna en la segunda página de L'Ouest-Éclaire.
Brigitte agarró el periódico.
Entre lagrimones fue leyendo una línea, otra y otra... En
cada una, un nombre y un apellido, así hasta cuarenta y ocho: el número de
prisioneros fusilados el 22 de octubre como represalia por la muerte de Hotz; dieciséis
de ellos en Nantes, entre estos últimos, Serge y Janine, Didier y Géraldine
Fontaine.
Brigitte se quedó vacía, a solas con un corazón desierto,
con las malas hierbas que invadieron la granja familiar y con las visitas ocasionales
de los ladrones de gallinas.
Nadie le pidió perdón.
No, no se excusaría ante aquel vejestorio ni ante esos buenos samaritanos. Todo lo contrario: les
dedicó un gesto grosero, se dio media vuelta y huyó de los insultos.
Y eso no fue todo. Quizás el hambre no compartida o las
muchas volteretas, o probablemente las dos, fuesen las culpables de la
insensatez que la dominó. Lo cierto es que había recobrado el delirio que la
empujó hasta Vertou: recuperar lo que le pertenecía.
Se frotó las palmas de las manos para espantar el frío que
hiela el atrevimiento. Luego, se encaminó hacia la esclusa que enlazaba las dos
orillas del río Sévre Nantaise.
No había dormido nada la noche
pasada; no obstante, sus ojos, alertas como ángeles de la guarda, le gritaron palabras
de advertencia cuando avistaron la puerta de servicio de la mansión Laforêt: «No
llames, no entres, vete». Pero la mano de la muchacha las ignoró. Agarró la
cabeza del diablillo de bronce de la aldaba y golpeó la dura madera con
insistencia.
(Continuará)
Relato corto en cinco capítulos (uno cada día).
Los nombres y personajes de este relato son ficticios.
El asesinato del teniente coronel Karl Hotz sí es un episodio real de la segunda guerra mundial, así como el fusilamiento de 48 rehenes como represalia.
Los nombres y personajes de este relato son ficticios.
El asesinato del teniente coronel Karl Hotz sí es un episodio real de la segunda guerra mundial, así como el fusilamiento de 48 rehenes como represalia.
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