Doña Margarita, la farmacéutica
de la calle Gravina, dejó el tenedor sobre el mantel inmaculado. Un segundo
antes, había pinchado un trozo de tomate de la ensalada y lo había saboreado. Ahora,
mohína, observaba el plato del pequeño Jaime, su hijo, sentado en la mesa frente a ella. El
chiquillo removía la comida sin cesar. Pero sin probar un solo bocado.
—Jaime, cariño, cómete las verduras. Si lo haces, cuando
seas mayor serás tan listo que inventarás la vacuna que lo cure todo —le dijo
la mujer en un tono almibarado; ese que algunos adultos utilizan para persuadir
a los niños con absurdos argumentos.
—Mamá, yo quiero ser bombero —contestó Jaime muy serio, y
continuó revolviendo las verduras.
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(Que levante la mano el que no haya pasado en su infancia por una experiencia similar... Ah, y a mí me encantan las verduras, de verdad. Bueno, menos las espinacas).
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