Recuerdo que el
aula olía a goma de borrar y a revoltosas manitas sucias, y también que mis
alumnos bullían alrededor mío como si yo fuese una baliza; todos, menos Julia
Ruiz.
Avancé despacio hasta su pupitre.
Julita llevaba el pelo recogido en
dos coletas, tan menudas como suspiros. En los ojos se le asomaba el candor de
cinco añitos recién cumplidos.
Con un lápiz de cera se afanaba por
garabatear dos figuras. Después, me sorprendió la violencia con la que punteaba
de morado el contorno de los sencillos trazos.
—Estos puntitos ¿son moscas?—le
pregunté para granjearme su confianza.
—Seño, las moscas no son moradas. —Ladeó la cabeza, asombrada de mi
ignorancia. Encogió los hombros y añadió—: Son negras.
—¡Ah, qué tonta soy, Julia! ¿Y qué
son?
—Bichitos que pican a mamá y a mí
cuando mi papá se enfada mucho. Me pican por aquí y por aquí —me dijo
señalándose primero los brazos y después, la cara—. Son bichitos malos.
Le acuné las manos entre las mías y le prometí
que ningún bichito volvería a picarles; ni a ella, ni a su mamá.
Me miró con una sonrisa soleada y
continuó dibujando.
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