Esa mañana, la viuda del general
Sáenz de la Mata —caído en la Guerra de Cuba— se despertó con el genio
avinagrado. De un manotazo, apartó las sábanas de hilo bordadas. Después,
frente al espejo del tocador, constató mortificada que su belleza se batía en
retirada; a la par que la herencia de su difunto esposo.
Asió la campanilla que reposaba sobre el mueble y la
agitó con impaciencia.
La doncella acudió diligente a la llamada de su señora.
Tomó el cepillo del pelo y comenzó a peinarla.
—¡Ten más cuidado, Consuelito! Me has clavado la horquilla en la oreja
—chilló la mujer.
—Perdóneme, doña Engracia. No volverá a ocurrir.
—¡Virgen santa, qué torpe estás hoy! Termina ya de una
vez con el peinado y vísteme. —Luego, añadió con afectación—: ¡Ay, Consuelito!
¿No te habrá desgraciado algún gañán?
—No, señora. Servidora nunca ha dejado que un hombre le
ponga la mano encima—replicó, acariciando la carta de amor escondida dentro del
bolsillo del delantal.
—Más te vale, muchacha. Eres bonita… eso, en una criada, es muy peligroso. Y si tu única
ambición en la vida es que un patán te deje preñada una y otra vez, entonces… no eres tan espabilada como yo suponía.
»Olvídate de amores de folletín. Hazme caso, criatura. Tú
sírveme fielmente, y yo velaré por tu
porvenir. ¿Me entiendes?
—Descuide, señora. Agradecida.
Entrada la noche, Consuelito
guardó sus pertenencias en un hatillo y se encaminó hacia la alameda de los Poetas. Allí, el perfume de los
jazmines la llevaba en volandas. Por fin, junto al busto de Bécquer, distinguió
la adorada silueta de su compañero de fuga.
El joven sonreía.
La muchacha lo saludó con la mano y apresuró el paso
ansiosa por comerse a besos esa sonrisa. Pero de improviso surgieron de la
arboleda tres hombres que se abalanzaron sobre ella. Consuelito, con el
semblante desencajado, se revolvió y forcejeó para librarse de las garras de
los asaltantes.
Mientras tanto, el
joven continuaba sonriendo… y también doña
Engracia que, confabulada con el amante traidor, había permanecido hasta ese momento oculta
detrás de la escultura de Bécquer.
La viuda y el joven, abrazados por la cintura, se
acercaron a la ya maniatada y amordazada doncella.
Mañana, la venderían por una buena suma a Alyafad, señor
de las arenas.
—Te lo advertí, boba —le dijo la mujer. Se detuvo unos
segundos antes de agregar con sarcasmo—: Pero no te entristezcas… Te he
conseguido un hombre que te va a querer mucho… mucho… Y ahora tú serás la que veles por mi
porvenir. ¡La vida da tantas vueltas, querida!
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