Esta historia es un homenaje a todos aquellos que disfrutamos con la lectura. Os invito a localizar las alusiones o guiños a ciertas novelas y autores en este relato. Buscad incluso en el título. Estoy deseando saber qué habéis encontrado. Gracias. Un abrazo.
El Manteca nunca había tenido demasiada suerte en la vida.
Al menos en los treinta años que llevaba
consumidos. Pero, él no perdía el tiempo en lamentaciones, y menos esa madrugada:
acababa de forzar la cerradura del portón de la casa que se disponía a
desvalijar. Ya dentro, los ojos del
Manteca se acostumbraron a la oscuridad. «Soy un fenómeno. To va según el plan», pensó.
¡Plan! Qué plan, si desde que tenía uso de razón jamás había sido capaz
de planificar ni prever nada. De hecho, se había aventurado a allanar la
vivienda, y era su primera vez, porque el Cortao —un colega en eso de
apropiarse de lo ajeno; muy fino y profesional— le había soplado que la
inquilina era una anciana solitaria, más sorda que un político tras ganar las
elecciones. De modo que el "trabajito" no presentaba dificultad
alguna.
—Gatito bonito. ¿Estás ahí? Esta noche estás muy
ruidoso. ¡Ay, pillín! Seguro que vienes de rondar a una gatita —dijo una ajada
voz de mujer entre risas.
«¿Y esto…? ¡Si la vieja era sorda…! », refunfuñó para sí mientras
se escondía detrás de la puerta de la cocina. Con desazón, la oyó deslizar los
pies por el pasillo, aproximándose despacio hacia él. La anciana entró en la cocina
sin percatarse de la presencia del Manteca. Desde su escondite observó cómo la
mujer cogía un vaso de una repisa y lo acercaba al grifo. Había algo extraño en
sus movimientos. Entonces, se dio cuenta de que era ciega.
«Así que sorda… ¡Cómo coja al Cortao le voy a meté un sonotone por el culo! ¿Ahora qué
hago?», se preguntó.
—¡Quieta! Como te mueva…
a lo peó no te rajo o a lo mejó
sí te rajo. —Tan nervioso estaba, que no
advirtió la contradicción de su amenaza. Acto seguido añadió—: Ahora me va a decí
dónde guarda…
—¿Pedro Rincón? ¡Rinconete! ¿Eres tú? Sí… eres mi Rinconete cervantino. Nadie arrastra
la erre como tú —le dijo con el mismo cuajo que si se hubiesen saludado en un
banco de la alameda.
—¡Doña Ágata! —exclamó perplejo. Y pensó: «Maldita sea mi
estampa. De toas las casas, tenía yo que robá en la de la maestra de cuando yo era un chiquillo. Pa colmo, no se le ha olvidao la manía de llamarme Rinconete».
—¡Qué alegría más grande, Rinconete! —Tanteó el aire para
agarrarle la mano—. Ven conmigo. Tengo
algo para ti —le susurró con picardía.
La anciana guio al estupefacto ladronzuelo hasta una estantería
repleta de libros. Le indicó que tomara el tercero por la izquierda de la
segunda balda.
—Quédatelo, Rinconete. En tu último día de colegio
sustrajiste de la biblioteca —doña Ágata rio entre dientes— los dos primeros
libros de El señor de los anillos; este es el tercero y último. Así podrás
descubrir el final de la historia.
El Manteca acarició el libro como si pudiera leerlo con
los dedos. Los recuerdos de las lecturas con doña Ágata en la escuela,
envueltos en dos gruesas lágrimas, rodaron por sus mejillas. Solo atinó a
decir:
—Gracias. ¿Me puedo ir, doña Ágata?
—No, Pedro. Desde hoy, trabajarás para mí. Vendrás todos
los días a leerme. Empieza ahora mismo. Coge el libro que está sobre la mesilla.
Ábrelo por el marcador y lee.
—No veo, doña Ágata. Está oscuro.
—¡Ay, perdona! Enciende la luz, por favor.
Pedro obedeció sin rechistar las órdenes de su nueva jefa
y comenzó a leer con una voz olvidada:
«El zorro calló y miró largo tiempo al principito.
—¡Por favor… domestícame! —dijo.»
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