Cuando el juez árbitro ordenó: "A sus marcas", el olor del
cloro inundó las fosas nasales del nadador de la calle 4. El joven inspiró aire
mezclado con ilusiones y lo expiró junto a sus temores. Los músculos de su
cuerpo se tensaron ansiosos por obedecer la consigna que les enviaba el
cerebro: conquistar el oro olímpico de los 50 metros libres.
Mientras, en las
gradas, el público aplaudía y aullaba los nombres de los competidores, y
también agitaba sin cesar las banderas de las naciones de los finalistas.
Tras
el bocinazo de la señal de salida, el muchacho se lanzó al agua. En ese
instante, se desbordaron por las rendijas de su memoria el olor agrio y el
sabor salobre del mar por el que navegaba una sobrecargada barcaza, una
tenebrosa noche de otoño. Hombres, mujeres y niños, hacinados en el cascarón
flotante, divisaron las primeras luces de la costa de la isla griega de Lesbos.
Todos prorrumpieron en gritos de júbilo. «Abdel, eres un niño con suerte y si
un día esta te abandona, búscala», le dijo su padre sonriendo. Cinco minutos
después, la embarcación se escoró y sepultó bajo las aguas del Mediterráneo a
toda su familia.
Su nueva vida fue difícil; pero había aprendido bien la última
lección que le enseñó su padre: "… Si te abandona, búscala"; él
aceptó el reto. Y la encontró en el mismo elemento donde la había perdido aquel
lejano día.
El nadador de la calle 4 tocó la placa de llegada. El marcador
brilló con el nombre de Abdel a la cabeza. De inmediato, se despojó del gorro,
las gafas y la ansiedad contenida. Levantó el brazo derecho una y otra vez
hacia el cielo. Y el mar, aquel maldito mar, se desbordó por sus ojos.
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