A Madeleine no le entusiasmó el plan que los demás jóvenes habían
acordado. Y es que eso de internarse en
unas cuevas en la mitad de la nada, sin móviles, le parecía, además de aburrido, tremendamente peligroso, por muy
experto que fuese Pierre. Pero, no podía
negarse. Bueno, habría podido, pero no le convenía. Quería impresionar a Philip, que solo tenía
ojos para Brigitte. «¿Por qué esta chica
lo tiene todo: ojazos, silueta de top model, deportista, inteligente y encima,
valiente?», se preguntó. No era de extrañar que todos estuviesen alelados con
ella. Pues nada, a jugar a Lara Croft, aunque tuviese que ahogar a la gallina
que ocultaba debajo del disfraz de heroína de videojuegos.
A medida que todos se adentraban en la primera cueva, las linternas
luchaban por espantar la negrura de las entrañas de la caverna sin mucho
éxito. Madeleine se secó las gruesas gotas de sudor que le resbalaban por la frente. Durante un buen trecho, solo se oía el ris-ras de los
zapatos de los jóvenes contra el suelo, acompañado de la respiración fatigosa
de Louis, el hermano de Brigitte.
El grupo de cuatro chicas y cinco chicos avanzó muy
despacio por un estrecho pasillo de rugosas paredes. La altura del techo disminuía tanto en algunos tramos que se vieron obligados a agacharse. Después
de media hora, aunque a más de uno le pareció que habían transcurrido dos, el
corredor desembocó en una amplia sala con una bóveda elevada pero un suelo muy
resbaladizo. Si hubieran cerrado los ojos, habrían jurado que se
encontraban en las cloacas del mismísimo
infierno.
Mientras todos se tapaban la nariz con las manos, Brigitte acabó rodando por el suelo y con un tobillo magullado; nadie supo
cómo pasó, aunque Madeleine sospechó desde el primer momento que fue una simulación
muy bien orquestada.
Como una buena compañera, Brigitte les rogó que siguieran
adelante. ¡Cómo iba ella a fastidiarles los planes a los demás! ¡Ni hablar! Ni
que decir tiene que Philip se ofreció a cuidar de ella para que los demás terminasen la ruta. Seguro que para entonces el tobillo de
Brigitte estaría mucho mejor. Los tobillos mejoran notablemente en compañía de chicos como Philip.
Madeleine se maldijo a sí misma. ¿Por qué no se le había
ocurrido a ella esa estratagema? «Porque, al fin y al cabo, por mucho que el
mundo haya evolucionado, hay ciertas artimañas que las mujeres
—afortunadamente, cada vez menos— emplean desde el inicio de los tiempos para
engatusar a los hombres, y por desgracia ¡funcionan! », pensó la chica para
acallar su conciencia de mujer moderna.
Enredada en esos pensamientos no se percató de que los
demás habían tomado otro desvío. Se quedó paralizada. Estaba perdida y sola. Un
sudor frío empapó sus ropas. Su respiración comenzó a agitarse cada vez más. El
aire que respiraba, más que aliviarla, parecía oprimirle el pecho. Para colmo,
la linterna de su casco comenzó a parpadear y a los pocos minutos se apagó
definitivamente. Gritó hasta quedarse afónica. Intentó avanzar pero tropezaba
de continuo con lo que fuese que la bloqueaba.
Se dejó caer en el frío suelo y se quedó allí sentada. Apoyó la cabeza
sobre las rodillas, cerró los ojos y se rodeó las piernas con los brazos. La oscuridad, la humedad de las paredes y el
maldito olor a huevos podridos se le agarraron a la garganta que, como si
tuviera vida propia, emitió un gemido desgarrador.
—¡Madeleine, Madeleine! —la llamó el chico sacudiéndola por
los hombros.
La chica alzó la cabeza con los sentidos velados por el
pánico. El joven la ayudó a levantarse.
—¡Louis! ¿Eres tú? —gritó Madeleine frente a la cara del
chico.
—Sí, soy yo. Te aseguro que no soy ningún fantasma
—bromeó él para tratar de calmarla.
—¿Cómo me has encontrado? Nadie contestó a mis gritos…
nadie… nadie… —sollozó Madeleine.
Louis la abrazó y le susurró palabras que, como un
bálsamo, aliviaron a la pobre Madeleine de la angustia que la había atenazado,
incluso antes de extraviarse. Louis olía a ropa recién planchada y su aliento, a zumo
de cerezas. Todo su cuerpo desprendía un calor limpio en el que ella deseaba
zambullirse. Madeleine no podía creer que hasta hacía un rato, Louis había sido poco menos que invisible
para ella, simplemente era el hermano de Brigitte; ¡Qué curioso! Ni siquiera
recordaba haberlo oído articular algo más que monosílabos.
Él le explicó que la había visto rezagarse y tomar otro
camino. En un principio, pensó que ella buscaba un poco de privacidad para
cumplir con ciertas necesidades fisiológicas. Así que la esperó. Les dijo a los
demás que continuaran, que cuando regresara Madeleine los alcanzarían. Pero, después de esperar un
tiempo prudencial, receló de la tardanza de la chica y se aventuró en su
búsqueda. Aquella zona de la cueva constaba de varios túneles que él conocía a
la perfección. Los recorrió uno por uno.
La llamó en vano. Casi pasa de largo del lugar donde finalmente la halló.
Por fortuna, un gemido lo alertó de la presencia de la muchacha.
Un par de horas más tarde, todos
se reencontraron fuera de la cueva donde los aguardaban Brigitte —que no
mostraba signo de la más mínima molestia en el tobillo— y Philip.
Ninguno captó la sonrisa cómplice que se dirigieron
Brigitte y su hermano Louis, cuando ella lo vio salir de la cueva cogido de la
mano de Madeleine. Acto y seguido, Brigitte perdió todo el interés por Philip; cosa que este jamás
entendió.
Quizás alguien le debería haber recordado a Madeleine, y también a
Philip, que los hombres, incluso los que huelen a ropa recién planchada, también
utilizan artimañas desde el inicio de los tiempos, para hacerse visible a la mujer que no solo
los ignora, sino que bebe los vientos por otro. Sobre todo, los que tienen la
buena fortuna de contar como cómplice a una
hermosa e inteligente hermana, dispuesta a eliminarle los obstáculos del camino; además de un poco de ayuda de los hados.
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