Marta, mi amiga —mi única amiga—, piensa que soy un bicho
raro: según ella, soy la única chica del
instituto que tiene su cuarto perfectamente ordenado los siete días de la
semana; yo no creo que eso sea verdad. Me refiero a que yo sea rara. Lo que
pasa es que a ella, el orden, le da
mucha grima, y yo, por el contrario, no soporto el caos, ni siquiera cuando
estoy de vacaciones.
Sin embargo, hoy, en mi perfecta habitación, no consigo concentrarme. Imposible.
Será mejor que deje de estudiar. Cierro el libro de Lengua y Literatura y lo
empujo con desgana hacia un extremo de la mesa. Sin darme cuenta, inicio un
tímido y rítmico balanceo en la silla. También
me sorprendo mirando de reojo a la papelera escondida debajo de la mesa. Siento que se me
acelera la respiración. A pesar de ello, me agacho y rescato, entre los papeluchos
para reciclar, la arrugada carta que escribí ayer. Otra vez la estrujo y la devuelvo a la
papelera. Estoy hecha un lío; creía que
lo tenía claro. ¡Maldita sea, no sé qué hacer!
Me levanto de la silla y arrastro los pies de un lado a
otro de mi dormitorio como una zombi hambrienta. De tanto en cuando, frunzo la
nariz para subirme las malditas gafas que no paran de deslizarse lentamente. Y aunque mi madre está abajo planchando, me
parece oírla: "¡Anita, hija, no hagas ese gesto tan feo! ¡Se te va a
arrugar el entrecejo antes de cumplir los dieciséis!". No sé qué me molesta
más: que siga llamándome Anita o lo de las arrugas.
Desde el amarillento póster colgado en la puerta del
armario, el capitán Jack Sparrow, con su brújula en la mano, me mira en
silencio. "¿Qué harías tú, Sparrow?", le pregunto en voz alta. Pero,
¿qué mierda me pasa? ¡Qué hago consultando a un pirata de película! Marta dice
que ver tanto cine de aventuras y leer tantos libros de fantasía me está
fundiendo el cerebro como al Quijote.
¡Mira quién habla! La que tiene el coco comido
con las chorradas de los videojuegos. Yo no lo puedo remediar, odio los videojuegos;
pero delante de mis compañeros, hago como que me encantan, y menos mal que en
el instituto nadie sabe que me lo paso un montón de bien leyendo a don Quijote, y eso que algunos capítulos
me resultan un poco plastas.
"Ana, ya está bien de tonterías, céntrate. Termina
con esto de una vez y atrévete a enviarla", me digo. Me tiemblan un poco
las manos pero meto la carta en un sobre y escribo la dirección del
destinatario.
Bajo las escaleras. Paso por delante de mi madre como una
moto para que no me pregunte a dónde voy. Ella no sabe que la escuché hablar
por teléfono el otro día con mi tía Julia. Bueno, hablar lo que se dice
hablar… más bien susurrar. Tanto
misterio me intrigó y pegué la oreja. Le contó a mi tía que esa misma tarde
cuando me había acompañado a la clínica dental, se cruzó allí con un tal Jorge.
Yo no me acuerdo. Mi tía debió preguntarle "¿Qué Jorge?" porque mi
madre le contestó: "qué Jorge va a ser, Jorge Merino. Sí… el padre de
Anita. Pasé un mal rato… imagínate… con Anita delante. No sé si volveré a
llevarla a esa clínica, ahora que él trabaja allí".
Me quedé muerta. ¡Yo tengo un padre!
A ver… me explico: mi madre jamás me ocultó que Miguel,
su marido, no es mi padre biológico. Cuando yo era pequeña, me contó que unos
años antes de que ella conociese a Miguel, deseaba mucho ser madre, pero quería
que su hijo fuese de ella y de nadie más. Así que se sometió a una inseminación
artificial. No es que me lo explicara exactamente tal cual: yo era muy
chiquitilla entonces. El caso es que me mintió. La muy mentirosa me engañó. La
odio. No la voy a perdonar nunca.
He preferido escribirle una carta antes que hablar con él por teléfono. Necesito que este padre —qué raro suena eso— me conteste muchas
preguntas. La primera es si quiere verme.
El buzón de correos está junto al semáforo del final de
la calle. Mis dedos se clavan en el sobre como si fuesen las garras de un
tigre. Ya estoy frente a él. Levanto la solapa de metal para dejar caer la
carta dentro. En este instante, un coche toca el claxon, miro al conductor. Es
Miguel; me saluda con una amplia sonrisa.
A él no le importa que yo no sea una "princesita". Me aplaude cuando me quiero comer el mundo y
me seca las lágrimas cuando se me cae encima.
Me doy la vuelta para regresar a mi casa, con mi familia,
con mi madre, con mi padre. La carta… la tiro en la primera papelera con la que
me cruzo. Qué curioso, ahora recuerdo que
la brújula de Jack Sparrow, no señala al norte sino a la dirección donde
se encuentre lo que más se desee.
Comentarios
Publicar un comentario