Bob se despertó temprano con el
presentimiento de que este no sería un día como los demás. A pesar de ello, como
siempre desde que era un jovencito y de
eso hacía mucho ya, descorrió la cortina y se asomó por la ventana del
dormitorio. ¡Pero… qué era aquello! Si aún viviera su madre la oiría decir con
voz espesa: "Bob, muchacho, restriégate bien los ojos antes de abrirlos
para que los sueños y pesadillas de la noche no salgan de tu cabeza por la
mañana". Y vaya si se los restregó, hasta que le dolieron. Pero aquello no
desapareció. Bajó las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Se paró un segundo en el vestíbulo, para
enrollarse alrededor del cuello la
bufanda de lana verde que le tejió la
tía Nelly, a la que en su lecho de
muerte, Bob le prometió que jamás saldría al frío del amanecer sin protegerse
la garganta.
Desde la esquina del
porche, lo examinó extasiado de arriba abajo. No está seguro de si es un regalo
del cielo o un engendro del diablo. Pero sí sabe que los vecinos de Connesville
no tardarán en llamar a su puerta para pedirle explicaciones. ¿Y qué podrá
decirles él?: ¿que no tiene ni idea de cómo ha crecido de la noche a la mañana
ese frondoso árbol en su huerto?; ¿que
ignora por qué todos los pájaros de los alrededores —incluido el loro de la
señora Haspen; el ave, no la señora— han decidido construir nidos entre sus
ramas?
Tampoco sabe por qué los frutos de ese árbol despiden un olor que le
hace sonreír aunque en este instante no esté especialmente contento.
Pero Barney, el tendero, lanzará fuego por los ojos, extenderá el brazo
derecho y señalará a Bob con el dedo índice para acusarlo, como cuando eran
niños y asistían juntos a la escuela, de todas las desgracias que suceden en el
pueblo, de brujería o de cualquier cosa por el estilo. Barney podía llegar a
ser muy convincente. Por lo menos lo fue de pequeño, porque Bob todavía
recordaba, sobre todo al palpar las pronunciadas cicatrices en su nuca, las piedras que sus compañeros le lanzaron, arengados
por Barney, el día que la dulce señorita
Mattise, la maestra, desapareció del pueblo. Barney convenció a todos los
chicos de que Bob era el culpable y probablemente el asesino de la maestra. Y
no era verdad. La señorita Mattisse no desapareció. La señorita Mattise huyó. Era una ladrona de
bancos. Bob la descubrió escondiendo su
botín detrás del álamo del cementerio la
noche del robo del banco de Commerces
—el pueblo vecino más cercano—. Ella le contó que con ese dinero construiría
la nueva escuela. "Jura que no me delatarás
y que no tocarás ni un centavo hasta que yo vuelva", le ordenó la maestra;
y Bob seguía esperando a la señorita Mattise sin faltar a su palabra.
No, Bob no quería vérselas otra vez con Barney.
Pero, le gusta el árbol, es tan hermoso, y los pájaros le
entretienen mucho. No se había divertido tanto desde que el enorme cerdo de
Abigail Lindon rompió la cerca del patán de Fred y se comió todos los repollos.
Su esposa lo echó de casa porque decía que para qué quería ella un marido que
no era capaz de protegerla del cerdo de otra mujer. Fred durmió en el granero
durante nueve meses. Hasta que nació el
pequeño Sam. A Bob le maravilló que el
chiquillo se pareciera más al marido de Abigail que a Fred. ¡Qué cosas tan
asombrosas ocurrían en su pueblo!
¿Y el alcalde…? si el alcalde le ordenara talar el árbol qué
haría él. ¿Por qué tendría que renunciar a su árbol? Este había decidido crecer
en su huerto, en el suyo y no en el de ningún otro. ¿Por qué no podría quedarse con él? El alcalde siempre tiene el apoyo de Doc, el
médico, y de Charlie, el dueño de la cantina. A Bob le asustan estos hombres
cuando pasean por el pueblo. A cada paso, las botas de Doc y Charlie crujen y
parecen gruñir: "No me gustan los niños, no me gustan los ancianos, no me
gustan los gusanos como tú, Bob". Pero él no es un gusano, si no por qué ese
árbol lo ha elegido a él.
Decidido… no obedecerá al alcalde. No dejará pasar al huerto
a nadie que quiera talar el árbol. El vigilará.
Esplot y Mati, sus enormes perros lo ayudarán, incluso la gata Bety, si él se
lo pidiera, arañaría a cualquiera que se acercase a menos de dos pasos de la
valla.
Nunca fue valiente, pero ahora lo es, porque a partir de hoy nadie le arrebatará todo lo que él pueda desear y está dispuesto a jurar por la memoria de su padre Alexander, aunque él sabe de buena tinta que no es su verdadero padre, que nadie dañará a su árbol. Ni aunque todos los vecinos se levanten contra él.
Nunca fue valiente, pero ahora lo es, porque a partir de hoy nadie le arrebatará todo lo que él pueda desear y está dispuesto a jurar por la memoria de su padre Alexander, aunque él sabe de buena tinta que no es su verdadero padre, que nadie dañará a su árbol. Ni aunque todos los vecinos se levanten contra él.
Bob entró en el cobertizo para pintar un cartel con el texto
"dejad mi árbol en paz". Cuando
regresó, el árbol había desaparecido, también los pájaros. Se asomó al enorme
agujero donde antes habían estado las raíces. Dos gruesas lágrimas resbalaron
por sus mejillas y se perdieron en la oscuridad del inmenso boquete.
Los habitantes de Connesville compraron gustosos los
hermosos tomates de Bob. Ni un solo vecino se quedó sin saborearlos; ni
siquiera el enclenque de Pit, que solo comía una vez a la semana.
Lo que nadie imaginó es que dos horas después, ninguno de
ellos vería nunca más el mundo con los mismos ojos que hasta entonces. Ni
siquiera Doc y Charlie. Todos lo verían con
los ojos Bob; y que la bruja Camille, la verdadera abuela paterna de Bob, los
increparía desde la tumba con estas palabras: "Panda de roñosos, antes de
que me ahorcarais por sacarle los demonios del cuerpo a la pequeña Adeline, os
lo predije: mi muchachito, mi Bob, cambiará este maldito pueblo, sí que lo hará".
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