Una tediosa tarde en la casa de mis padres en Jerez de la Frontera, cuando yo era una joven estudiante de segundo de BUP (sí… ha llovido bastante desde entonces), abrí el cajón superior de la cómoda de mi madre. El resplandor
de los trocitos del pasado que ella atesoraba allí avivaba en mí tal revoltijo
de emociones que incluso hoy no sé cómo calificarlas. Revolver entre los
pañuelos de seda que nunca usaba, colocarme
el tocado y los guantes de novia, acariciar las cajitas repletas de bisutería, releer
la aletargada correspondencia familiar encerrada en amarillentos sobres… todo…
todo me sumergía en el olor de otros tiempos, de otros lugares. Ese día reparé
en un pequeño misal oculto bajo una alargada
caja de jabones Myrurgia. Lo tomé entre mis manos y comencé a hojearlo. Entre
sus páginas, mi madre había preservado del olvido brillantes recordatorias de
primeras comuniones, enlutadas de funerales y la más curiosa de todas: una
ordenación sacerdotal de principios de la década de los cincuenta del siglo
pasado. Comencé a leer los detalles: lugar, fecha, nombre y apellidos… ¡Ese
nombre! Me quedé helada. ¿Y si no era casualidad?
Cerré el cajón y, con ella en la
mano, corrí a preguntarle a mi madre quién era ese hombre. Me miró sorprendida
por mi súbito interés en aquella vieja estampa. Como cabía esperar, me regañó
con dulzura por rebuscar entre sus cosas. Después, fijó la mirada en la
recordatoria para rescatar de ese pequeño trozo de papel recuerdos del pasado.
Y fueron muy pocos: se trataba de un joven seminarista amigo de mi tío Manolo (el
menor de sus hermanos) que visitaba con frecuencia la casa de mis abuelos en
Arcos de la Frontera; era de Madrid y más bien reservado. Poco después de su
ordenación, le llegaron noticias de que había regresado a su ciudad natal. Nada
más desde entonces. Satisfecha con mis pesquisas, guardé la tarjeta entre mis
libros de estudio.
A la mañana siguiente, en el
instituto, mi profesor de literatura volvió a recalcarnos, con marcado acento
madrileño y limpiándose con el pulgar y el índice de una mano la salivilla de
las comisuras de los labios mientras dejaba descansar la otra sobre su abultada
barriga, que el camino que debíamos recorrer
para arrancarle un diez era estrecho y angosto. En ese momento y en otros
posteriores, estuve tentada de enseñarle al "profe" (que no resultó
tan hueso como se pintó) la vieja recordatoria de ordenación sacerdotal con su
nombre y apellidos. No sé por qué motivo no lo hice. Puede que por timidez o por
miedo a que no le agradara remover el pasado con una alumna de quince años. Días
antes, lo había visto por la calle paseando con su esposa y su hijo; del que
pensé que casi parecía su nieto.
Me arrepiento de no haberlo
hecho. Él, además de profesor, era o es escritor. Incluso ganó una vez el
concurso de televisión La bolsa de los
refranes. Por eso, ahora que también yo me dedico a la escritura intuyo que
los dos hubiéramos disfrutado de la aseveración tan trillada, pero no por ello
menos cierta, "la realidad supera a la ficción". Es increíble que una
persona, sin arraigo en esa zona geográfica, que se cruzó en la vida de mi
madre y su familia tantos años antes, apareciera en la mía bastante tiempo
después, en un lugar diferente y con una ocupación distinta. ¡Y que yo lo descubriera
de ese modo tan rocambolesco! Ahora sé que a él le hubiera complacido averiguar
qué fue de aquella hospitalaria familia que vivía en una huerta a orillas del
río Guadalete. Ojalá aún no sea tarde, Constantino Benito Plaza.
Quizás algún día las redes
sociales permitan que esta historia tenga un final cerrado. ¡Quién sabe!
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