Julia irradiaba ilusión. ¡Iba a celebrar su primera Navidad! Delante del espejo se peinó con esmero las
canas y contempló las arrugas que surcaban su rostro. Sonrió con resignación. Asió
el bastón con mano temblorosa, y con paso no muy firme pero decidido, fue a
buscar a Manuela, su compañera de habitación del geriátrico.
Julia había
nacido en Francia hacía ochenta años en el seno de una acaudalada familia. En aquel
tiempo, en gran parte de los hogares del pueblo escaseaban los alimentos, en cambio, la despensa de la casa de sus padres siempre rebosaba. Y especialmente
en Navidad, jamás faltaron exquisitos manjares.
Por
supuesto, Papá Noël siempre le trajo todo lo que ella le pedía. La pequeña
Julia se daba cuenta de que a otros niños no les ocurría lo mismo. No lo
entendía. Pero no le preocupó demasiado.
Hasta que,
poco después de cumplir seis años, estalló la guerra.
El próspero
negocio de la familia quebró, el dinero fue desapareciendo y su padre se marchó
a luchar por su país.
La Navidad durante
esos años de guerra fue muy distinta. La ausencia de su padre la inundaba de
melancolía. ¡Qué triste parecía su madre, aunque trató de disimularlo con una
sonrisa, cuando dejó sobre la mesa los platos casi vacíos de la cena de Nochebuena!
A pesar de ello, se acostó pronto, con la secreta esperanza de sorprender esa
noche a Papá Noël.
A la mañana
siguiente, Julia se despertó temprano, saltó de la cama como una flecha para
buscar sus regalos junto a la fría chimenea. Solo encontró una pequeña bolsa
con caramelos. ¡Qué había sucedido! No podía comprender por qué Papá Noël no le
dejó regalos. “Mi carta debió extraviarse. No. Ya sé lo que pasó. Los soldados que
hablan tan raro y que pasean por las
calles siempre enfadados, no han dejado pasar a Papá Noël”, le dijo a su madre
mientras esta la besaba tiernamente y le secaba las lágrimas.
El final de la contienda le devolvió a su padre. Pero ahora,
él siempre tenía la mirada perdida.
Años más tarde, Julia conoció a un chico extranjero, español,
del que se enamoró. Se casaron. Algún tiempo después de la boda, como toda la
familia de ella había muerto, se mudaron a España.
Las
costumbres españolas, entre ellas las navideñas, la sorprendieron: el belén
sustituía al árbol y los Reyes Magos a Papá Noël. Pero enseguida se acostumbró,
sobre todo, a medida que su marido triunfaba en los negocios. Para apoyarlo, organizaba
unas suculentas cenas durante las Navidades. Los selectos invitados la
elogiaban por las exquisiteces que les ofrecía, por la decoración, por… todo.
Adoraba ser el centro de atención de la “sección” masculina de sus convidados, y
la envidia de la femenina; es más, se divertía enormemente fomentándola.
A sus hijos
nunca les faltó nada de lo que pedían a los Reyes Magos; tampoco de lo que se
les antojaba el resto del año.
Coincidiendo con el fin de la dictadura de Franco, su marido
contrajo una larga enfermedad que, aunque no mermó demasiado la economía
familiar, fue desgastando la posición social que habían ocupado. Cada año menos
“amigos” aceptaban la invitación para cenar en su casa en fechas navideñas o en
cualquier otra ocasión.
Su marido, tras
años de padecimientos, falleció. Sus hijos se marcharon a trabajar o estudiar al
extranjero. Apenas la llamaban. Se quedó sola.
Ahora
odiaba la Navidad. Le anegaba el corazón de añoranza, de soledad, de vacío. No
soportaba la empalagosa publicidad de estas fechas con tanto Papá Noël suelto (que
por fin llegó a España), la felicidad fingida y las películas con “milagrito
navideño”. La verdad… no solo se sentía
así en Navidad, sino todo el año.
Debido a
sus achaques, ingresó en un geriátrico. Allí conoció a Manuela, que, tan vieja,
enferma y sola como ella, le habló del Niño de Belén, del Príncipe de Paz. Supo
con todo su corazón, alma y mente que Jesucristo cargó con sus pecados, dolores
y aflicciones. Por eso hoy, las dos iban a visitar las habitaciones de otros
ancianos para cantarles con sus quebradas voces “Adeste Fideles”. Y a pesar de
seguir sola y echar terriblemente de menos a su familia, iba a celebrar por
primera vez con verdadero gozo la Navidad.
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