Sintió que la oportunidad de atrapar su ambición se le escurría como granos de arena entre los dedos.
Había extremado las precauciones en cada una de
sus visitas a Jacqueline. Incluso contrató a un experimentado escolta, al que
remuneraba espléndidamente y cuyo turbio pasado sólo Roberto conocía; todo, para
proteger el carácter secreto de estas citas.
En el improbable caso de
que Sergio hubiera dispuesto de la cantidad suficiente para sobornar al escolta,
éste no habría sucumbido a la tentación de traicionar a Roberto por miedo a que
desvelara sus miserias; le iba la vida en ello.
Por muchas vueltas que le
daba, Roberto no encontraba el frágil eslabón que había roto la cadena.
¿Y si lo que fallaba era
la premisa de su razonamiento? ¿Y si Sergio no era su carcelero?
De repente, se le erizaron
todos los vellos. Otra posibilidad serpenteó por su mente zarandeando sus
cimientos: Jacqueline. ¿Lo habría utilizado ella para hacerse con ALCUMETSA?
“¡Qué tontería! Jacqueline me ama, mejor que
eso, está enganchada a mí” ,pensó Roberto, dejando asomar a sus labios una
malévola sonrisita. La vanidad cerró de inmediato la puerta a esta opción.
Resolvió que sus miedos le
habían jugado una mala pasada, que su reclusión no respondía a ninguna
estratagema para expulsarlo del juego,
sino al clásico secuestro a cambio de un rescate millonario.
El frío del suelo lo
empujó a levantarse.
Al cabo de un rato, su
estómago le recordó con un gruñido que llevaba muchas horas olvidado. Lo acalló
con un trago de agua; no había nada más.
Mientras practicaba, de
mala gana, algunos ejercicios de estiramiento para desentumecer los músculos
agarrotados y calmar la ansiedad, se fue convenciendo de que no tenía nada que
temer: el secuestro había sido ejecutado con profesionalidad, y como él no
había visto ni oído a nadie, el secuestrador o secuestradores no tendrían
motivo para eliminarlo.
Bueno, quizás sí debía
inquietarse: por primera vez desde su encierro, le dedicó un pensamiento a Eugenia,
su esposa, no porque la amara, sino porque la consideraba tan estúpida que recelaba
que metiera la pata en el intercambio.
Un “clic-clac” seguido de
un débil chirrido resonó por la galería. Roberto dirigió la mirada hacia la
puerta. Se aproximó a ella con cautela. Aguzó el oído. Todo en silencio. La
empujó suavemente con una mano. La puerta se entreabrió hacia afuera. Echó un
vistazo a la estrecha abertura antes de asomar lentamente la cabeza por ella. Nada,
nadie. Expectante, franqueó la puerta.
(Continuará mañana)
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