Por las tardes, el hospital se movía a un ritmo más pausado que por las mañanas.
De
la habitación 243 de la planta de traumatología, salió el inspector de policía
Mateo Pardo y su compañero, el subinspector Cobos.
—A pesar de mis treinta
años de servicio en el cuerpo, aún me asombran algunos casos con los que nos
topamos —comentó el inspector Pardo al otro policía.
—Verdad. El mundo está
loco, loco, loco. Venga… vamos a hablar con la familia antes de que pase a
verlo —añadió Cobos.
—¿La familia…? Que yo sepa
sólo está su esposa.
Los dos policías caminaron
por el pasillo hasta una pequeña sala donde esperaba Eugenia Sáenz–Portillo.
Una vez dentro, le explicaron toda la situación a la esposa de Roberto Méndez.
Eugenia abrió la puerta de la habitación 243; se encontró a su esposo
tendido en la cama, conectado a un gotero de suero fisiológico y con la cabeza
ladeada hacia la ventana.
Roberto se alteró cuando
la vio entrar y exclamó:
—¡Eugenia, al fin! Esto es
una pesadilla. Sácame de aquí —le ordenó.
—¿Cómo estás?
—¿Cómo estoy…? ¡Cómo estoy…!
¿Es lo único que se te ocurre? Me han drogado, golpeado, abandonado en un
miserable pueblo… y por si no fuera
suficiente, habrás tenido que pagar una fortuna por mi rescate.
—¡Qué rescate! No sigas
por ahí, por favor. Conmigo no…
—Pero… la policía no te ha
contado que… —Roberto palideció al advertir la fría mirada de su esposa—. ¿Tú
no has pagado ningún rescate…? ¡No entiendo…!
Eugenia abrió su bolso,
sacó una revista del corazón y se la tiró encima de la cama.
“Esta mujer, cada día es más
estúpida”, pensó Roberto.
—¿Pretendes que no me
aburra leyendo los cotilleos de tus amigas? —le preguntó a su esposa con
sarcasmo.
Por toda respuesta, ella
le indicó con un gesto de la mano, que le echara un vistazo a la portada.
Roberto aceptó a
regañadientes.
Se quedó perplejo con lo
que vio.
(Continuará mañana)
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