“Lo sabía, yo sabía que tarde o temprano Eugenia aceptaría verme”, pensó Roberto mientras se dirigía a su antiguo hogar.
A partir del escándalo de
las fotos, la vida de Roberto cabalgó entre el drama y la tragedia: jamás
consiguió contactar con Jacqueline; perdió su trabajo; se quedó sin amigos,
mejor dicho, sin relaciones; se le cerraron todas las puertas, las del cielo
y las del infierno.
Sentado en el taxi, frente
a las rejas de la mansión de su exmujer, repasó cuidadosamente las edulcoradas
palabras con las que pensaba seducirla.
“Eugenia es una blanda. Con
sólo aletear a su alrededor derribaré sus murallas, y conquistaré nuevamente
todo, todo lo que me fue arrebatado”, especuló Roberto al rebasar el control de
seguridad.
—Muchas gracias por recibirme. Estás preciosa. Este corte de pelo te
favorece mucho.
Eugenia, haciendo caso
omiso a sus halagos, pero con amabilidad, lo invitó a sentarse en el sofá de la
coqueta sala de lectura, mientras ella hacía lo propio en una butaca cercana.
—Bien… —comenzó a decir
ella— Te preguntarás por qué, después de tantas negativas, he aceptado reunirme
contigo hoy.
“Esto promete”, pensó él.
—Verás yo… he pensado que
si tú… —se adelantó a decir Roberto.
—¡Cállate y escúchame! —le
ordenó Eugenia y comenzó a hablar—: varios años antes del escándalo de las
fotos, conocí a Clarisa. Me llamó por teléfono y poco después, nos conocimos en
persona.
—¿Clarisa? ¿Qué Clarisa?
—El hombre se removió inquieto en su asiento.
—Oh… por favor… sabes
perfectamente quién es Clarisa.
—Ah… ya… ahora caigo. Es
que hace mucho tiempo… supongo que te refieres a una novia que tuve antes de
conocerte —rectificó Roberto, asustado por el derrotero que tomaba la
conversación—. Acaso ella, ¿te insultó? ¿Me insultó?
—¡Qué va! Todo lo
contrario. Me pidió que te ayudara a ser el de antes. Me dijo que no reconocía
nada de ti en las entrevistas en las que aparecías en prensa o televisión. No
se explicaba dónde estaba el Roberto que tanto había ayudado a sus padres y
hermanos. Me rogó que te rescatara. Tengo que revelarte que, antes de hablar
con Clarisa, sólo mis creencias religiosas me disuadían a divorciarme de ti. Pero,
yo… me enamoré del Roberto que ella me describió.
Él aprovechó esta
confesión para tratar de ganar el terreno que había cedido. Se arrodilló ante
ella. Pero Eugenia, abrumada, le indicó que volviera a sentarse en el sofá.
—Los años siguientes
—continuó ella— traté de devolverle la vida al hombre que Clarisa me había retratado;
por eso, te puse al frente de fundaciones de ayuda a colectivos desfavorecidos,
de investigación, proyectos culturales…
Pero, el resultado fue el contrario: aniquilé a ese hombre. Jugué a ser
Dios y perdí.
—No, estoy aquí. Puedo ser
otra vez ese hombre.
—Pero yo, ya no soy esa
mujer. Ojalá lo consigas, tendrás que hacerlo tú solo, sin ayuda, sin carga.
Esa es la razón por la que no quiero volver a verte. No quiero perjudicarte
más.
—Tú no me has perjudicado
nunca, yo siempre…
En ese momento, un miembro
del personal del servicio los interrumpió para informar a Eugenia que el Sr.
Michel Dupont y el doctor Ybarra, la esperaban en la biblioteca.
Ante la mueca de
curiosidad que se le escapó a Roberto, Eugenia sonrió con malicia y le explicó
que Michel Dupont se dedicaba al cine: en la actualidad, como guionista y
director; aunque al comienzo de su carrera, se inclinó por la interpretación. De
hecho, Eugenia le admitió que tenía un parecido razonable con él.
Ella había financiado la última
película de Dupont, cuya acción se desarrollaba en las galerías de una antigua
mina. El doctor Ybarra, que había trabajado en el pasado en una de las
fundaciones que Roberto presidió, asesoraba al director en los temas médicos
del guión. Y, casualidades del destino, una de las actrices, bordando su papel
según Dupont, era la chica que protagonizó junto a Roberto, las polémicas fotos.
A medida que Eugenia
hablaba, Roberto sintió como si un ejército de hormigas le trepara por las
piernas; su corazón parecía escalar por la garganta como si tuviera vida
propia.
A duras penas se sostuvo
en pie para tomar el taxi en el que se marchó de la casa de su exmujer.
Antes de entrar en su
pequeño apartamento, pensó: “¡Qué tontería! Eugenia es demasiado estúpida para
planear algo así. Además, aún me ama, más que eso, todavía está enganchada a
mí”. La vanidad cerró la puerta a su cordura.
FIN
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