LA DESAPARICIÓN DE ROBERTO MÉNDEZ. (Como en un flash-back. 2)


 Como en el flash-back de una película, visionó en la pantalla de su mente las siguientes escenas:

—Creo firmemente que no debemos permanecer impasibles ante la oportunidad de hacernos con un buen paquete de acciones de LUTRECS —propuso Sergio Aramburen, pavoneándose ante el resto de los consejeros de la compañía.
            Roberto lo miraba con la sonrisa condescendiente con la que enmascaraba el asco que Sergio le suscitaba. Llevaba más de veinte años soportando la arrogancia del primo de su esposa. Respiró profundamente. Pronto, muy pronto, lo barrería de su camino.
            El tedio empujó a Roberto a simular una indisposición que lo justificó a abandonar la sala de juntas. Nada más salir, tomó su smarthphone:
            —Todo listo. Mañana nos vemos —dijo en voz baja con el móvil pegado a su oído.
            —No te retrases. No soporto esperar —le respondió su interlocutor.
            Ya en el despacho, sus pensamientos volaron lejos de sus obligaciones como miembro del consejo de administración de ALCUMETSA. Y es que, a sus cincuenta y cinco años, se exasperaba porque aún le faltaba escalar un par de metros para coronar la cumbre de su ambicioso sueño.
            Desde su juventud, ocupar el trono supremo de la alta sociedad lo había empujado a pisotear los más nobles sentimientos: los suyos, y los de los demás. De hecho, no pestañeó cuando se escabulló de la vida de Clarisa, su único amor de juventud, para casarse con la beata y nada agraciada heredera del imperio de los Sáenz-Portillo.
            Roberto se levantó del confortable sillón de piel y se giró para observar, a través del amplio ventanal de la oficina, las bulliciosas calles que se extendían a sus pies. Sonrió. Así le complacía situar a todo el mundo: por debajo de él.  Levantó ligeramente el puño izquierdo de la camisa para consultar la hora en el rolex. Le sorprendió que faltara poco para el almuerzo.
            Salió del despacho ignorando, como siempre, a los empleados con los que se cruzó hasta llegar al ascensor. Bajó al aparcamiento del edificio de la compañía y se subió al coche para dirigirse a su restaurante favorito.


¿Cómo había saltado del confortable asiento de su coche a esta incómoda cama?
            El último recuerdo que Roberto conservaba de aquella jornada, se diluía con el rugido de arrancada del motor de su BMW. Nada más, no conseguía recordar nada más.
            No paraba de darle vueltas a la surrealista película que estaba protagonizando hasta que comenzó a sospechar que podría haber sido narcotizado.
            “No, ahora no. No puede ser” repitió una y otra vez.
(Continuará mañana)

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