“¡Ay… maldita sea!” exclamó Roberto totalmente perplejo y frotándose el dolorido cuello.
La cabeza le daba vueltas y no conseguía recordar cómo había llegado hasta ese
mugroso camastro, que crujió bajo su peso cuando se incorporó lentamente.
Su desconcierto aumentaba
a medida que la espesa niebla que aletargaba su mente se iba despejando.
Comprobó que vestía
el mismo pantalón y la misma camisa que cuando se marchó de su despacho, incluso
calzaba sus lottuse favoritos. La ropa seguía limpia y apenas arrugada; supuso que no debía de haber transcurrido mucho tiempo desde entonces. Después, plantó
los pies en el suelo para levantar de la cama su metro ochenta de esculpido y
bronceado cuerpo, pero las piernas no le respondieron y se derrumbó sobre ella.
Un
latigazo de pánico lo estremeció. “¿Qué me sucede? Esto… ¿Es una pesadilla?”, se preguntó temblando.
No,
no lo era.
Enseguida
se palpó todos los bolsillos buscando su móvil. No lo encontró: el teléfono
había desaparecido, también su reloj.
Seguía
casi sin poder moverse y no tenía ni remota idea de dónde se hallaba.
Recostado
y en penumbra, escrutó las paredes que lo rodeaban. Para su asombro, cuando sus
ojos se habituaron a la velada luz, descubrió que el catre reposaba en el
centro de una estrecha galería, semejante a las que aparecen en las minas de algunos
viejos western.
El
aire apestaba a rancio.
Concentró su escasa energía en
bucear en su memoria, aunque en estos momentos resultara una tarea agotadora, para rescatar los acontecimientos previos al espeso sueño
del que acababa de emerger. Seguro que así podría deducir una explicación
razonable para tanto absurdo.
(Continuará mañana)
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