Con la cabeza gacha, Periandro apretó los labios y
cerró los ojos. Hacía tiempo que había renunciado a proclamar su inocencia. Ahora,
no. Después de tanto sufrimiento y perdida la esperanza de obtener justicia,
poco le importaba su suerte. Sólo había un pequeño hilo que lo mantenía con
vida: la muy remota posibilidad de ver por última vez el rostro de su amada
esposa y de sus preciosas hijas.
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