CAPÍTULO II
El día siguiente, la bajamar incitó
a Jorge a curiosear entre las rocas que habían quedado al descubierto en la cala.
Agachado e inmóvil, contempló a un
cangrejo que se asomaba tímidamente por uno de los muchos agujeros de una roca.
Después de un rato, cansado de la incómoda postura, se incorporó. Entonces, se llevó
un buen susto, porque la mujer que vio pasear el día anterior estaba
su lado.
―Lo siento ―lamentó
ella―. No fue mi intención asustarle. Espero no haberle molestado.
―No se preocupe,
no es culpa suya. Estaba tan distraído observando los pequeños “huéspedes” de
esta roca que no la oí acercarse ―contestó Jorge con amabilidad, intentando
distender la situación.
―Vaya… es que
hace un día tan soleado… da gusto pasear ¿verdad? ―le dijo ella.
La conversación
continuó por los derroteros convencionales que la buena educación exige a desconocidos
que ansían charlar: el tiempo, la belleza del paisaje, sus preferencias turísticas…
Después, llegó el tuteo y, con cautela, la exploración del terreno privado del
otro: identidad, profesión, aficiones, lugar de residencia, estado civil…
― Si quieres
acompañarme, te mostraré una cueva en la punta este de la cala. Sólo se puede
acceder a pie cuando la marea está tan baja como hoy ―le propuso con entusiasmo
Amelia.
Jorge accedió
encantado. A medida que caminaban hacia la cueva, él intentó varias veces
cambiar de posición para que Amelia se viera forzada a mirar al mar. No lo
consiguió. La chocante actitud de la mujer lo espoleó a preguntarle:
―Amelia, verás, es
una tontería… pero… es curioso… ¿Nunca miras al mar?
La mujer elevó
los hombros y contestó:
―No. No puedo…
no quiero ―le respondió dando por zanjada la cuestión―. Entremos en la cueva.
Estaremos mejor dentro.
“¿Por qué habré
dicho esto?”, pensó Amelia.
Jorge se
arrepintió de haber incomodado a su nueva amiga y se aventuró a diagnosticarle
secretamente un trastorno psicológico causado por alguna desgracia familiar con
el mar de por medio.
۷۷۷
El inspector Mendoza, en sus veinte
años en el cuerpo, había investigado varias denuncias por desapariciones de
niños y jóvenes interpuestas por los apesadumbrados padres; pero ésta era la
primera vez que tendría que investigar la denuncia por desaparición de una
madre, interpuesta por la hija.
Mendoza se atusó
el bigote varias veces. Este tic le afloraba cuando preveía que la resolución
del caso desagradaría a los familiares. Para él estaba muy claro: la madre se
había ahogado, fugado o había sido secuestrada. Esto último, después de
analizar la información obtenida en el interrogatorio de la hija, le cuadraba
menos. Sin duda, era el momento de poner en marcha el dispositivo y protocolo de
búsqueda para dar con el paradero de Amelia Gracián Estudillo, cuarenta y dos
años.
۷۷۷
La cueva era espaciosa y profunda.
El suelo se elevaba gradualmente a medida que se penetraba hacia el fondo, de
tal modo que se podría permanecer dentro sin mojarse aunque la entrada quedara
cubierta por el agua.
Pudiera ser que por
el silencio místico o por la luz tamizada que envolvían el interior de la
cueva, el ambiente se prestaba al intercambio de confidencias:
―… cuando llegué
a la dirección que figuraba en la tarjeta, me encontré con un pequeño local de
fachada y puerta de cristal esmerilado en el que se podía leer: “Miriam
Clavijo, Asesora de imagen” ―dijo Jorge.
―Ah… yo pensé, por
lo que te dijo ella en el tren, que era peluquera ―le interrumpió Amelia.
―Peluquera,
estilista, asesora de imagen, relaciones públicas y… ―Jorge chasqueó los dedos―
en
la actualidad se utilizan dos palabras en inglés para...
―¿Personal shopper?
―Sí, eso es.
Ella dominaba todo lo que fuese necesario para que sus clientes brillaran en
cualquier lugar o situación con la que se enfrentaran. Conmigo tuvo que
emplearse a fondo. Tanto tiempo me dedicaba, que nuestra relación traspasó la
línea que separa lo profesional de lo personal. Finalmente, nos enamoramos y…
¡nos casamos! ―Jorge permaneció una par de minutos en silencio con una sonrisa
bobalicona pintada en su rostro―. Con sus habilidades sociales y mis
conocimientos de marketing y publicidad nos comimos el mundo. Fundamos nuestra
propia empresa. Nuestro amor era un revulsivo y un bálsamo para los desafíos
personales y profesionales con los que nos topábamos. Dos hijos maravillosos. Lo
teníamos todo… todo ―Jorge dejó de hablar y una amarga mueca sustituyó a la
sonrisa de su semblante.
―¿Teníamos…? ¿Qué
ocurrió?―le preguntó Amelia intrigada.
―Hace diez años,
yo estaba trabajando en nuestras oficinas dándole vueltas a la rentabilidad de
un novedoso soporte publicitario, ella, había ido a visitar a un cliente en la
otra punta de la ciudad. Miriam me llamó para que, más o menos sobre las dos de
la tarde, comiéramos juntos en un restaurante que quería que yo conociera y que
estaba muy cerca de donde ella se encontraba. Le contesté que me resultaría
imposible trasladarme hasta allí porque me urgía terminar el asunto que tenía
entre manos. Le sugerí que sería
preferible almorzar algo ligero en el bar de abajo. Yo la esperaría ―Jorge, desconcertado
por la confianza con la que le exponía estos íntimos y dolorosos
acontecimientos a esta mujer desconocida, hizo una pausa para sosegarse.
Casi en un susurro,
Jorge le siguió narrando que después de hablar con su esposa por teléfono, ésta
fue a buscar el coche, aparcado unas calles más atrás, para reunirse con él. Al cruzar un paso de peatones, se le cayeron
unos documentos de la carpeta. El viento comenzó a esparcirlos por la calzada.
Miriam corrió detrás de los esquivos papeles, y un hombre la ayudó a atraparlos
ante la mirada impaciente de los conductores de los vehículos, que aguardaban
el despeje de la vía para continuar su marcha. Una moto surgió de la nada y los
arrolló. El hombre murió en el acto. Ella, malherida, antes de perder el
conocimiento pudo ver a un niño, inclinado sobre el cuerpo del hombre, gritando
aterrado.
Miriam
sobrevivió. El dolor le mordía cada una de las articulaciones de su cuerpo pero
el tormento emocional la flagelaba con más saña; el sentimiento de culpa por la
muerte de aquel desconocido la hostigaba sin tregua. Cuando recuperó la
movilidad, se empeñó en conocer a la familia del fallecido.
Ramón Aguilar,
treinta y cuatro años, había dejado viuda, un hijo de seis y un sustancioso legado
de deudas.
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