CAPÍTULO I
“Mañana me pondré una gorra”, pensó Jorge vencido por la incansable brisa marina que le revolvía el cabello.
Mañana, porque Jorge
decidió regresar mañana.
Le atraía este solitario
paraje de la costa, situado entre elevadas rocas, que permite la contemplación
tanto del mar abierto como de una cala cercana.
Jorge determinó
volver, aun a pesar de que él se calificaba como un auténtico “urbanita”: amante
del asfalto, las aglomeraciones y los ruidos de las grandes ciudades; después
de todo, los cambios eran una constante en su
vida desde que Miriam entró en ella.
Los treinta años
transcurridos desde aquel día, no lograban desvanecer de su memoria ni tan
siquiera el olor del vagón del tren en el que se conocieron. Y a Jorge, a sus
cincuenta años, le atormentaba recordar. Pero el pasado, como un pariente molesto,
lo visitaba con frecuencia apropiándose de sus pensamientos:
―Perdón ―le dijo Miriam― ¿Me
permites?
El vagón,
desocupado casi por completo, comenzó a avanzar. Sin levantar la vista del
periódico, Jorge encogió las piernas y la chica se acomodó frente a él ignorando
las señales de “odio que ocupes ese asiento, aunque seas preciosa…” que él emitía.
A Jorge le
disgustaba que invadieran su espacio, incluso si era tan temporal como éste. No
es que fuera egoísta, sólo cobarde. Sí, era un cobarde. Entablar una conversación
le angustiaba tanto, que las palabras se le atascaban detrás de los dientes
como si una diabólica costurera le hubiera cosido los labios.
―Son bonitas ―afirmó
ella con amabilidad.
―¿Eh…? ―masculló
él.
―… tus gafas…
son muy bonitas ―le aclaró la chica.
―Ah, sí… ya…
bien.
―Tu pelo también
―añadió ella.
“Ya empezamos
con las burlas. Tendré que mudarme de vagón”, pensó Jorge girando la cabeza
hacia la ventanilla.
―Aunque te
favorecería más un corte que no te alargue la cara y que te suavice las líneas
de expresión. Te quedaría genial… a ver… déjame pensar―la chica se calló unos
segundos, entrecerró un ojo y levantó la ceja del contrario, frunció los labios
y concentró toda su atención en el rostro del joven―… un corte rebajado hasta
el cuello y con volumen en el flequillo y a los lados. ¡Eso es! ―exclamó
triunfal―. Ya lo creo… genial. Hazme caso ―le tendió a Jorge una elegante
tarjeta de visita mientras el tren aminoraba la marcha poco antes de entrar en
la estación―. Ah, me bajo aquí. Ven a
verme. No me olvides ―se levantó del asiento y desapareció por el pasillo
dejando a Jorge con la tarjeta en la mano y la boca abierta.
Algunos meses
más tarde, cuando metió la mano en el bolsillo de la sudadera, buscando el
billete del tren de cercanías para mostrarlo al revisor, los dedos de Jorge se
toparon con la tarjeta. “Ven a verme. No me olvides”, recordó Jorge al palparla.
Y eso hizo.
Jorge, aún sentado en la roca
frente al mar, logró desalojar los molestos recuerdos de su mente al mismo
tiempo que unas lágrimas, sus lágrimas, se empujaban unas a otras ansiosas de
humedecerle la cara. “Si hubiera extraviado la tarjeta, Miriam no sufriría ahora”,
se lamentó.
El ocaso provocó
un descenso de la temperatura que obligó a Jorge a levantarse y marcharse de
allí. Cuando bajaba por el camino que bordea la cala, distinguió la figura de
una mujer paseando por la arena. Se paró a observarla. La mujer recorría la
cala de un extremo a otro una y otra vez. Esto no tiene nada de extraordinario.
Pero en la escena había algo que no encajaba. Al fin, Jorge se percató de que
en todas las idas y venidas de la desconocida por la playa, ni una sola vez
miró hacia el mar.
۷۷۷
―Cálmese,
señorita ―le rogó el policía―. Acompáñeme a mi mesa. Allí podremos hablar con
más tranquilidad.
Los dos
atravesaron la ruidosa recepción de la comisaría y recorrieron un largo pasillo
hasta llegar a una amplia oficina ocupada por cinco mesas.
―Por favor,
siéntese ―el inspector le señaló una silla delante de la mesa mientras él
ocupaba el sillón giratorio detrás de la misma―. Soy el inspector Mendoza. Tengo
entendido que ya estuvo usted aquí anteayer. Vino a denunciar la desaparición
de su madre, ¿correcto?
―Sí, ya les
dije que ella… ―empezó a decir la joven antes de que el policía la
interrumpiera.
―Bueno, ya,
mejor comencemos por el principio ―él se dispuso a teclear en su ordenador―.
¿Cómo se llama? ¿Qué edad tiene? ¿Dónde vive?
―¿Yo?
―No, su madre.
Usted ya sé que se llama Lucía Muñoz Gracián, diecinueve años y reside en la
plaza de la Amapola.
―Perdón ―El hombre asintió con la cabeza y la chica
prosiguió―. Mi madre se llama Amelia Gracián Estudillo, tiene cuarenta y dos
años y vivimos juntas.
―¿Alguien más
vive con ustedes?
―Mi padre, es
periodista, free lance; pero está fuera de casa. Cubre cada maldita guerra que
estalla en este mundo ―dijo Lucía con un deje de rencor en sus palabras.
―Hum…
periodista… está fuera ―repitió Mendoza trazando mentalmente un esquema tanto con
“los problemas” que pudiera acarrear a la comisaría un marido periodista con
esposa desaparecida, como con las líneas de investigación a desarrollar para
una esposa desaparecida, con marido periodista “siempre fuera de casa”―. Bien.
¿Cuándo fue la última vez que vio a su madre?
―Hace dos días…
el lunes por la mañana. Salimos de casa al mismo tiempo: yo, a la facultad y
ella, a la playa para dar un paseo y nadar un poco.
―¿Su madre pasea
y nada con regularidad?
―Sí. Le gusta
pasear; lo hace dos o tres veces por semana y nadar… pues… depende de si la
temperatura le resulta agradable.
―¿Sola?
―Mendoza dejó de teclear y observó la reacción de la chica.
―Sí, sola
―contestó Lucía indignada por el tono suspicaz empleado por el inspector.
―¿Está
completamente segura? ―insistió Mendoza en el mismo tono.
―¡Basta ya
inspector! ―gritó la chica con desesperación―. Ya le conté el lunes por la
noche a su compañero que, antes de acercarme a la comisaría, encontré su camiseta
en la cala donde ella suele ir. Por favor, por favor… ―sollozó la muchacha―,
salga a buscarla; estoy segura de que a mi madre le ha sucedido algo…
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