Con la garganta rota de tanto gritar y extenuado de propinar puñetazos y patadas a la puerta que le negaba la libertad, Roberto cayó de rodillas delante de ella y apoyó la frente en la madera.
En su trayectoria personal
y profesional había levantado tanto odio, que su cerebro se colapsó con los
nombres de los posibles candidatos a “culpable”.
Los gemidos de impotencia
atrapados en su pecho le retorcieron todo el cuerpo. Las convulsiones persistieron
hasta que se derrumbó completamente sobre el suelo.
Media hora más tarde, aún
inmóvil sobre la dura superficie del piso, un hilo de cordura hilvanó su mente
y un nombre resonó en su cabeza por encima de los demás: Sergio Aramburen.
La inteligencia,
sagacidad, malicia e indolencia del primo de su esposa casi se equiparaban con
las suyas. Los dos usaban esas armas para apedrearse y esconder la mano.
Si Sergio era el responsable
de este encierro, significaba que había descubierto la trama urdida por él y su
amante, Jacqueline Dubois, accionista mayoritaria del holding que, gracias a la
información confidencial que Roberto le filtraba, iba a absorber a ALCUMETSA.
Para él, Jacqueline representaba
a la mujer con mayúsculas: dueña de un físico impresionante y un vasto imperio.
La señora Dubois, viuda de Philip Dubois, se perfumaba con el aroma más
irresistible para Roberto: el aroma del poder.
Acceder a su círculo íntimo
resultó arduo. Aproximarse a ella, sólo cuestión de saber tocar el instrumento
apropiado… y a él, siempre le sobró talento
musical.
En estos momentos, él debería
estar en París, junto a ella, celebrando el éxito de su confabulación y el
inicio de un futuro común. Sin embargo, la realidad era bien distinta: yacía
abatido, prisionero de un presente incierto.
(Continuará mañana)
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