Peter Lamber entró en el edificio abandonado. Cuando llegó
al desvencijado apartamento del segundo piso, la frente se le perló de
diminutas gotas sudor y las manos comenzaron a temblarle. No se preocupó
demasiado. En las otras ocasiones
también le había ocurrido lo mismo. Sabía que se calmaría en cuanto acariciara
la culata del rifle escondido en el maletín que depositó en el polvoriento suelo.
Una sonrisa muerta afloró en sus labios; mañana, "El asesino de La traviata" regresaría a los
titulares de los periódicos. «Estúpidos periodistas, debí corregirlos la
primera vez que me llamaron asesino. No soy un criminal; yo imparto justicia»,
sentenció Peter airado.
Luego, se apostó impaciente detrás del ventanal. Desde ahí
divisaba la puerta de salida de artistas del teatro Wellington.
Las luces de neón del bar de enfrente atravesaron los cristales pintando de absurdo la
penumbrosa habitación.
Consultó la hora en su reloj. La representación de La traviata estaba a punto de finalizar.
Peter deslizó el dedo sobre el gatillo. Su corazón latió al ritmo de los
compases de Brindisi, su aria
preferida. Hoy le dispararía a otra Violetta
Valery. Todas las muertes de estas prima
donnas no eran más que ensayos. Al día siguiente tomaría un vuelo rumbo a
Milán. Allí, en los aledaños de la Scala, representaría su verdadera obra:
acallar para siempre la voz de la todopoderosa diva Bianca Bianchi, tal como
ella había apagado la suya, quince años atrás, porque él se negó a cantar un
dueto con ella… en su dormitorio.
«¡Peter Lamber! Está rodeado. Salga con las manos en alto»,
rugió el megáfono de la policía desde la
calle.
Peter soltó el rifle. Extrajo el pequeño revólver del bolsillo de la chaqueta. Se apuntó a la sien derecha y entonó con templada voz de tenor: «La commedia è finita».
Peter soltó el rifle. Extrajo el pequeño revólver del bolsillo de la chaqueta. Se apuntó a la sien derecha y entonó con templada voz de tenor: «La commedia è finita».
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